Ley de tierras, entre la reivindicación y el cálculo


Tras una espera de más de 40 años, la Asamblea Nacional del Ecuador aprobó el 7 de enero último, en segundo debate, la Ley de Tierras y Territorios Ancestrales. Como comprenderán, el espacio que permite esta nota no basta para describir la relevancia de semejante suceso pero podemos partir señalando que el problema de la concentración en pocas manos de la tierra, el agua y demás recursos productivos en el Ecuador ha sido un componente elemental de la movilización social durante prácticamente medio siglo. 

De hecho, el motivo preponderante del proceso organizativo del campesinado en el Ecuador fue la reivindicación sobre el acceso y el uso de la tierra. No es exagerado decir que la consigna de lucha social del movimiento indígena ecuatoriano se ha basado, en gran parte, en la redistribución equitativa de la tierra y el fracaso de la Reforma Agraria en el Ecuador. Los principios constitucionales del 2008 sembraron esperanzas en muchos sectores pero en el 2016 ellos sienten, con toda razón, que la promesa de la democratización y la justicia social no se ha concretado. La confrontación y la falta de consenso alrededor del diseño de esta ley durante los últimos seis años, la han condenado a la discordia eterna. Sin embargo, esta ley al fin existe y el trabajo que implicó su desarrollo quedará en los libros de historia como un esfuerzo que intentó promulgar el cuerpo legal más armonioso y conciliador posible, tomando en cuenta la permanente necesidad de reconocer el acceso, uso y control de la tierra como un derecho humano. 

Además se ha recogido el principio de garantizar la participación autónoma e independiente de la sociedad civil, organizaciones campesinas e indígenas en la elaboración, el seguimiento y la evaluación de la ley y de las políticas públicas relacionadas con la tierra y el territorio. Sin embargo, nunca es ni será posible satisfacer todas las demandas, algunas excesivamente radicales, de cada uno de los actores involucrados.

El proceso de aprobación de la Ley de Tierras actual tiene dos fases. La primera, entre los años 2009 al 2012 cuando se había priorizado la implementación del Régimen de Soberanía Alimentaria en el Ecuador. Se discutía en ese entonces la necesidad de leyes complementarias a la Ley Orgánica de Soberanía Alimentaria (LORSA) que consoliden la “redistribución de los recursos productivos”. Estas eran la Ley de Tierras y Territorios, la Ley de Recursos Hídricos, la Ley de Biodiversidad y Semillas, entre algunas otras. Durante este periodo las organizaciones sociales, indígenas y campesinas, elaboraron propuestas y conformaron comités y foros. La dispersión de las propuestas y la evidentemente intromisión de agendas políticas desembocaron en un caos conceptual irreparable.

La segunda fase, desde el año 2013 hasta el 2015, fue un lapso en el que el Sistema de Planificación Nacional (Plan del Buen Vivir) y el Consejo Sectorial de la Producción empiezan la implementación de una Agenda de la Producción dirigida al Cambio de la Matriz Productiva mediante la sustitución selectiva de importaciones y la apertura al mercado internacional. Fue un giro que, a criterio de las organizaciones sociales, sonaba demasiado parecido a la receta de los gobiernos de los 80 y 90 que privilegiaron a la agroindustria. Un giro muy a la derecha, si se quiere. Regresaron entonces los fantasmas de los TLC y de la hacienda, factor que le costó el apoyo de estos sectores al gobierno de la Revolución Ciudadana. 

En algún momento hubo 10 propuestas de Ley provenientes de diferentes sectores, cada una con demandas particulares sobre un sinnúmero de elementos. Este era el indicio claro de que al final del día jamás nos íbamos a poner de acuerdo con respecto a todos los pormenores de esta Ley, pues las implicaciones políticas superaban a los detalles técnicos y conceptuales. 

La consulta pre legislativa que realizó la Comisión de Soberanía Alimentaria de la Asamblea Nacional tenía inscritos a 502 grupos, entre organizaciones sociales y comunales a nivel nacional. Aun así, los desacuerdos primaban y decir que la ley cuenta con gran apoyo no es del todo correcto. A tal punto que la CONAIE, organización indígena más importante del país, se rehusó a participar del proceso de socialización y hoy amenaza con plantear una demanda de inconstitucionalidad. 

Tampoco es tan acertado asumir que la ley aprobada es producto de una recopilación de las múltiples propuestas pues eso implicaría suponer que del diálogo surgieron consensos y se lograron acuerdos con cada sector. Nunca se logró el famoso consenso, de tal forma que hasta se cambió el nombre de la ley a fin de que no abarcara todos los alcances que se pretendió otorgarle en un inicio. A criterio de la dirigencia de las organizaciones sociales, este cuerpo legal tiene como fin el control de los recursos productivos y gobernar, de forma opresora, a las poblaciones campesinas e indígenas. Además sostiene que esta ley no hace nada por cimentar una política de distribución de la tierra, eliminar el acaparamiento o transformar el modelo agrario vigente en reconocimiento de derechos colectivos y de la naturaleza.

Sin embargo, tampoco se le puede atribuir estas falencias a la Comisión de Soberanía Alimentaria pues sus legisladores integrantes cargaban sobre la espalda el peso de decenas de promesas incumplidas de varios gobiernos que datan desde las dictaduras militares y el retorno a la democracia, hasta la llegada de la Revolución Ciudadana. Desde los años 60 hasta el presente se ha intentado regular la propiedad de la tierra sin jamás afectar la médula del problema: la redistribución, la igualdad, la equidad en el acceso a la tierra para pequeños productores. De ello deriva la acumulación de furia, rencor y desprecio de tres generaciones de dirigencia indígena que tampoco han sido capaces de cumplir el objetivo de sacar al pequeño agricultor de la pobreza y la sumisión. La trayectoria de esta ley fue tortuosa desde sus inicios (por el año 2009) y su aprobación, en enero del 2016, estaba excesivamente demorada.

Siempre ha existido una “urgencia” por transformar la estructura rural y agraria del Ecuador pues constituye un lastre que ha impedido la verdadera inclusión de grupos vulnerables a la economía nacional y a la participación política del país. Mucho se ha discutido sobre la necesidad de un modelo de desarrollo que revierta la herencia de la hacienda y promueva formas distintas de relacionamiento y de producción en el campo, a fin de eliminar desigualdades y relaciones de explotación. Es menester recalcar que estas relaciones han estado sujetas a una estratificación social y étnica perniciosas, por no decir lo que esencialmente son: racistas. Es un hecho innegable que durante décadas se ha priorizado una lógica de acumulación del capital en el campo, en detrimento de la producción tradicional de alimentos que conforman parte esencial de la cultura ecuatoriana. En esa matriz productiva, que prima desde los años 80 más o menos, se privilegia al sector agroexportador y al mismo tiempo se debilita el papel de la agricultura familiar. Siempre ha estado en disputa el tema de la propiedad al igual que el del uso. De ahí que durante 40 años nadie se haya podido poner de acuerdo sobre temas como los mecanismos de acceso, el latifundio y el minifundio, el papel del Estado, la función del campesinado en torno a la comercialización, entre otros.

Aquí bien vale una digresión: el tema de la propiedad y la acumulación capitalista son hechos lamentables que irremediablemente no se pueden obviar de esta lógica. La pretensión de algunos sectores indígenas de eliminar conceptos como la propiedad privada o favorecer la expropiación forzosa en pos de la repartición equitativa también son fantasías que debieron morir hace años. 

Pretender que por la fuerza cambie radicalmente el escenario es absurdo.
El desencanto de las organizaciones sociales con el gobierno de la Revolución Ciudadana ha sido progresivo. En 2012, la CONAIE organizó la “Marcha por el Agua”, pequeña demostración de la disminuida capacidad de convocatoria de la organización, que tuvo como fin expresar el malestar de las organizaciones sociales respecto al tratamiento de las leyes venideras (Aguas, Tierra y Territorios, Ordenamiento Territorial, Biodiversidad, etc.). A pesar de que tuvo poca acogida y fue prácticamente ignorada por los medios, la marcha marcó el principio de la movilización social y la protesta en contra de las políticas del gobierno. La Ley de Aguas y el debate en torno a su  trámite marcaron el momento que las organizaciones sociales abandonaron al gobierno de la Revolución Ciudadana.  
Sin embargo, es el 2015 el año de la más evidente desorientación que sufren, y no pueden ocultarlo, la CONAIE y las filiales más importantes del sector campesino e indígena. Durante todo ese año, estas organizaciones se sumaron al programa de desestabilización que les era totalmente ajeno y que claramente fue planteado por la derecha política y económica (no olvidemos que esas protestas surgieron a partir del envío de las leyes de Herencia y Plusvalía) para defender sus intereses específicos. 

Es decir, los motivos de movilización a los que plegaron las organizaciones sociales y campesinas eran parte de una agenda de derecha que no incluía las reivindicaciones del movimiento indígena y su miope dirigencia, quienes también se encargaron de dejar de lado sus propias demandas (agua, tierra) a cambio de priorizar un cálculo político mezquino que les retribuyera mayores réditos para conservar sus espacios de poder y su relacionamiento con las bases en función de ese objetivo. 

Tan cierta es esta afirmación que cuando llegó el momento de la votación para la aprobación de la Ley de Tierras, la dirigencia indígena no pudo ni quiso movilizarse por una causa que, en cambio, sí es la suya y que ha sido una bandera de lucha de estos sectores durante cuatro décadas.


Por Mateo Izquierdo
@mateoizquierd0
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