La oposición ha intentado implantar un
discurso catastrófico, casi apocalíptico sobre la coyuntura nacional durante al
menos dos años, y con mayor intensidad desde enero del 2015. Su discurso busca
generar, en el imaginario público, la percepción de que la sociedad ha
degenerado en una crisis de gobernabilidad que, a su vez, sería la causa de
todos los males que acechan hoy al país. A su favor, tienen varios elementos que
han permitido que este discurso trascienda de la mesa de la cocina a la
palestra pública. Pero su ventaja no radica en sus fortalezas o sus propuestas
sino en las debilidades del gobierno que extemporáneamente ve la necesidad de
mitigar el impacto de ataques provenientes de varios frentes.
Indudablemente existe una intención
maliciosa de convencer a la ciudadanía que la situación política, económica y
social del país es irremediable. Esto tiene como objetivo llegar a un momento
de colapso institucional en el que, por la supuesta profundidad de la crisis,
sería necesario provocar un proceso de transición y salida de la “crisis”
mediante una Asamblea Constituyente. Detrás de todo el espectáculo opositor
está la intención de deshacer lo avanzado en materia legislativa en los últimos
8 años.
Cuando en algún momento el gobierno tenía
el sartén por el mango en cuanto al mensaje refundacional, perdió esa ventaja
estratégica comunicacional con una inundación de propaganda política que en vez
de ser informativa o convocar a la ciudadanía, la adormeció. El mensaje
gobiernista se convirtió en ruido blanco que en algún punto la ciudadanía dejó
de asimilar. Los logros de la gestión del gobierno eran visibles, palpables y
mientras la ciudadanía común no sentía una afectación en su calidad de vida, el
ruido blanco era tolerable. La credibilidad del gobierno y del Presidente era
básicamente la misma. Sin embargo, siempre recaía (y aún recae) en el
Presidente, asumir la función de vocero sine
qua non para todo mensaje, defensa, anuncio o ataque. El aparato Estatal y
sus entidades han sido incapaces de salir de la lógica propagandística y
marketera que tanto le sirvió durante los primeros años de gestión a fin de
promover las políticas públicas implementadas y a su vez generar conciencia
democrática y participativa. La estrategia siempre fue destacar una ruptura
entre un antes y un después del gobierno de la Revolución Ciudadana. Esto
intrínsecamente llevaba a una reflexión comparativa en la que la ciudadanía evaluaba
si su calidad de vida (y la del colectivo de la sociedad) es mejor ahora que
antes.
Hoy, a dos meses del inicio de
manifestaciones populares y movilización social incipiente, el gobierno y la
oposición se encuentran en plena guerra de percepciones en la que al final del
día será la ciudadanía la que decida si su calidad de vida es mejor que antes.
De esto depende la continuidad del proyecto político del gobierno, con o sin
Correa.
Sin embargo, de esto también depende la
supervivencia política de varios actores que han visto la oportunidad de un
renacimiento después del descalabro del sistema de partidos y de haber sido
opacados durante 8 años. En conflicto está el problema de la representación,
sea simbólica o sustantiva. En juego está un enfrentamiento entre lógicas
distintas de entender, vivir y actuar en democracia. La ciudadanía por lo
general buscará a una figura que sienta que la representa. El pueblo conmina a
sus representantes a actuar en la línea de la ética y velar por sus intereses. En
esta guerra de percepciones, los sectores de la oposición que tienen mayor
cercanía con los intereses comerciales, financieros, industriales tendrán que
demostrar que sus intereses y los de la ciudadanía son los mismos. Lo que hasta
ahora no lo han logrado.
Habiendo provocados una pseudo crisis
política, la oposición no ha calculado que aquella crisis de representación que
llevó a que la ciudadanía opte por Rafael Correa, no se ha resuelto. Hace
tiempo los partidos políticos dejaron de ser instrumentos de canalización y
mediación de demandas ciudadanas y del sistema político. El vacío de poder que
dejó nuestra más reciente crisis de gobernabilidad no sólo impidió el
desenvolvimiento pleno de la democracia en el país, sino que permitió episodios
nefastos para el país como lo fue el Gutierrato y su caída.
En este escenario, las redes sociales están
cumpliendo un papel informativo ad hoc cuyo impacto es imprevisible porque se
convierten en una herramienta para magnificar o sobredimensionar las posturas,
opiniones y vivencias. Conforme se van convirtiendo en un espacio más potente de
ventilación de malestar, el sistema político tiene menor capacidad de procesar
lo que en realidad sucede.
En el escenario virtual y no virtual, las
precepciones se siguen distorsionando a favor y en contra, sin embargo el mayor
error de análisis sería concluir que hemos entrado en una fase de polarización
de la sociedad cuando en realidad los polos extremos son los únicos interesados
en la bronca mientras la ciudadanía, aislada, observa impaciente cómo los
actores políticos pretenden “representarla”.
Por Mateo Izquierdo
@mateoizquierd0
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