Habiéndose definido las candidaturas para la Presidencia de la República
en la contienda electoral de febrero de 2017, vale reflexionar sobre la
coyuntura política antes de que arranque en firme el canibalismo político que
estamos por presenciar. Nada augura una campaña limpia sobre la base de un
intercambio propositivo de ideas. Al contrario, todo apunta a que esta será una
lucha a muerte en la que se utilizarán todos los instrumentos al alcance para
aniquilar al contrincante. De aquí no habrá ganadores, quien salga victorioso ganará
de forma pírrica habiéndose atropellado la incipiente institucionalidad democrática
y el ego de más de unos cuantos. Esta es la naturaleza de nuestra endeble
democracia y el fracaso de un sistema de partidos que no logra consolidarse por
múltiples factores pero, principalmente, porque en el Ecuador aún no podemos
acordar el tipo de democracia que queremos. Mucho menos hemos sido capaces de acordar
un modelo de desarrollo que logre un balance entre las aspiraciones
libremercadistas de un segmento de la población versus las necesidades de
alivio de pobreza en las que eminentemente el Estado debe intervenir.
Cuando los libremercadistas han estado en el poder han sacrificado
la educación, la salud y la vivienda a favor de la producción y la
concentración de riqueza en un segmento muy limitado de nuestra población.
Cuando el otro grupo ha estado en el poder, se ha orientado el aparataje del
Estado (torpe y burocrático) hacia el fortalecimiento de aquellos sectores
descuidados. Estas líneas de acción no son compaginables pues, en términos
elementales, ambas priorizan cosas distintas y por ende destinan recursos a
componentes distintos de la administración pública. Ninguna de las dos tiene
una receta mágica, pero una definitivamente prioriza la acumulación y la
exclusión sobre la otra. El candidato que diga que es posible aliviar pobreza
al reducir inversión social está mintiendo; no hay más vueltas que darle. De
ese tipo de candidatos hay unos cuantos concursando en esta ocasión.
Sería ideal que en esta campaña hubiese una lucha de ideas, pero no.
Básicamente se trata de una lucha entre algunos que perdieron el poder, y por
ende capacidad de incidencia, versus otros que han mantenido y expandido el
poder, en ocasiones bajo condiciones permisivas que han perpetuado prácticas
aglutinantes. Que nadie lo dude: existía un mandato popular para hacerlo. Hubo,
en su momento, el deseo popular para realizar lo que se ha hecho. Aquellos
opositores que tildan de tiranía al actual sistema olvidan que hubo el
beneplácito ciudadano para hacerlo. En esencia se quitó de las manos el poder a
quien lo mal administró y hoy ve la posibilidad de recuperarlo. Los que hoy se
quejan de no estar en el poder se olvidan fácilmente que la ciudadanía pidió
expulsarlos de ese poder y prohibirles la entrada.
La oposición al oficialismo se ha encasillado en un discurso que
tiene varias aristas pero que gira en torno a un mismo análisis elaborado por todos
los iluminados estrategas de campaña: la población ecuatoriana quiere cambio. Los
presidenciables citarán encuestas o contarán anécdotas sobre la urgencia del
cambio y con ello la importancia de la recuperación económica del país. No es
coincidencia que tanto las candidaturas de derecha como la de centro izquierda
estén manejando discursos similares sobre este aspecto. A ello acompaña una
promesa de venganza con la que los candidatos pretenden movilizar y enardecer a
un electorado que se siente asqueado con la clase política en su totalidad. No
es sorpresa que a noviembre el nivel de indecisión sea superior al 50%. La
ciudadanía sufre una apatía brutal y, de continuar esta ambivalencia, bien se
podría entregar las llaves de Carondelet a las personas menos adecuadas.
Sin embargo, el discurso anti-correísta no perdería tanto peso si proviniera
de algún actor político nuevo, con imagen fresca y sin pasado pero ocurre que
todas las candidaturas de oposición obedecen justamente a una reconfiguración
de fuerzas políticas del pasado que perdieron la hegemonía. No es casualidad
que cada una de las alternativas al correísmo esté conformada por actores
políticos con una larga trayectoria. De hecho, todos y cada uno de ellos tiene
relación directa o indirecta con la década de ingobernabilidad que duró desde
la caída del presidente Abdalá Bucaram, hasta la caída del coronel Lucio
Gutiérrez (1996 – 2006).
Así vemos, por ejemplo, que un militar que con alevosía ayudó a
tumbar al gobierno de Jamil Mahuad hoy es aliado estratégico del que fuera el super
ministro de Economía de ese gobierno, Guillermo Lasso. El candidato a la
vicepresidencia de la organización Fuerza Ecuador fue abogado defensor del expresidente
Jamil Mahuad. A su vez, Mauricio Pozo, hoy binomio de la candidata socialcristiana
Cynthia Viteri, fue ministro de Economía del expulsado coronel Lucio Gutiérrez.
Estas relaciones se revelan más como una reunión de amigos antes que como una cruzada
por la recuperación de la Patria. Esto, por no mencionar a otros que han estado
inmersos en el juego político al menos 25 años y han hecho de sus carreras
políticas su única forma de sustento.
Políticos profesionales que hoy proponen reformar al Estado del cual
han vivido colapso tras colapso y que dicen que su misión es retornar el país
al orden y la democracia. Me pregunto: ¿a qué orden quieren regresar? En mi
vida he conocido ese orden pues no recuerdo que el Ecuador haya gozado de estabilidad
democrática o gobernabilidad. Estos personajes consideran que ya ha pasado demasiado
tiempo sin ellos en el poder y, de paso, proponen empezar de cero. Por eso su
estrategia es la del discurso del cambio como parte de la receta para el éxito
pero para ello apuestan a la frágil memoria colectiva histórica, de modo que sus
antiguas indiscreciones pasen desapercibidas.
Lo medular está en la dislocada relación entre nuestra clase
política y la población y su malestar. Esa es la tan mentada crisis de
representación. Así pues los candidatos que hoy quieren llegar a Carondelet,
aunque sea por la ventana, han optado por escoger binomios que, se supone, fortalecen
y complementan sus candidaturas.
En Guillermo Lasso encontramos un candidato de derecha liberal que,
a pesar de sus mejores esfuerzos, no logra vencer varias limitantes para penetrar
a segmentos más amplios del electorado. Lasso, por ejemplo, no ha superado el
estigma de haber pertenecido a uno de los gobiernos más nefastos de nuestra
historia, el del demócrata cristiano Jamil Mahuad. No ha podido deshacerse de
la imagen de oligarca a pesar de un gran esfuerzo populista por humanizarse y
parecer más cercano al pueblo. La ambigüedad de sus promesas de campaña apela a
un segmento de la población extremadamente limitado y de condiciones económicas
superiores al promedio. Su discurso gira alrededor de recetas económicas cuya
puesta en práctica en Ecuador, como en Latinoamérica, han tenido resultados
desastrosos. Este es el caso de la reducción de impuestos, la privatización de
servicios públicos, la priorización de la inversión extranjera sobre la
nacional, entre otras propuestas que el banquero repite en sus discursos sin
considerar que la problemática de la población, golpeada por la contracción
económica, es diferente a la que él y los estrategas de la Cámara de Comercio
de Guayaquil plantean.
En su afán por aglomerar la mayor cantidad de fuerzas políticas,
Lasso se ha rodeado de la peor calaña de la política ecuatoriana. Son mercenarios
desleales que saltan de oportunidad en oportunidad a fin de darle un respiro más
a su maltrecha carrera política. Ha escogido como su binomio, por presión
externa o mal cálculo, a Andrés Páez, un político de carrera cuyo único aporte
en sus 20 años de participación política ha sido la destrucción de su partido
Izquierda Democrática y la oposición visceral a cualquier propuesta del
oficialismo. Se asume que Páez servirá de perro de ataque en la guerra sucia que
permitiría a Lasso asumir un rol más conciliador y salir ileso de la campaña de
lodo que su maquinaria partidista emprenderá. La apuesta es que el voto
anti-correista será aglutinante suficiente para que un candidato capitalice del
rechazo. Lasso cree ser ese candidato. Ya veremos si la receta del veneno y
revanchismo cuaja con la población que busca paz y estabilidad por sobre la
persecución y el castigo.
En Cynthia Viteri encontramos a una candidata débil de la derecha
conservadora, cuyo salto a la fama se debe al padrinazgo que le ofreciera en su
momento el caudillo socialcristiano León Febres Cordero y luego el nuevo
jerarca de la misma tienda, Jaime Nebot. Subir bajo la sombra de ambos líderes
ha tenido sus ventajas. Sin embargo hoy que intenta lucir una capacidad de
liderazgo inexistente pues esa sombra pesa demasiado, Viteri se vanagloria de
experiencia política la cual se debe entender como una participación marginal
en las decisiones estratégicas de sus auspiciantes además de una magra intervención
en el desarrollo de proyectos legislativos. En otras palabras, ha vivido del
Estado los últimos 20 años, al igual que Páez, con pocos logros relevantes que
mostrar. Como binomio ha escogido al que fuera ministro de Finanzas del defenestrado
coronel Lucio Gutiérrez. El mismo ministro que con Guillermo Lasso, en calidad
de asesor económico, logró el acercamiento y la firma de la carta de intención
con el Fondo Monetario Internacional (FMI) del 2003. Carta, por cierto, que le costó
al coronel la alianza con el movimiento indígena y desembocó en su posterior
caída pues las medidas de ajuste que exigía el organismo significaron un
paquetazo que golpeó fuertemente a los sectores vulnerables. Hoy Mauricio Pozo
se presenta como binomio de Viteri pero a su vez como estratega económico y
gurú de las finanzas antirrevolucionarias. Promete, al igual que Lasso, reducir
impuestos y promover la inversión extranjera. La ligera diferencia con la
receta de CREO y los Lassoboys está en que promete salvaguardar el empleo aún
en el sector público mientras que Lasso ofrece una cacería de brujas que depure
la burocracia y deje a miles de funcionarios, que no tienen vela en el
entierro, en la calle.
De parte de la centroizquierda está el general Paco Moncayo, un
hombre que, al igual que los anteriores candidatos, ha pasado su vida adulta en
el escenario público primero como militar condecorado, luego como diputado y
finalmente como alcalde de Quito. Moncayo apuesta a que sus reconocimientos,
certeros o imaginarios, le sirvan lo suficiente para opacar sus indiscreciones
en los distintos cargos que ha ejercido. Está su participación en la caída del
gobierno de Abdalá Bucarám y el apoyo militar a la pila de
inconstitucionalidades que se dieron para posesionar al presidente del Congreso,
Fabián Alarcón. También se puede nombrar su opaca participación como diputado,
los negociados del aeropuerto de Quito y los contratos a dedo para la
culminación de los proyectos de transporte público en la capital. También
destaca su nefasta participación en la caída del gobierno de Lucio Gutiérrez al
intentar conformar una Asamblea de Quito que, afortunadamente, el pueblo
enardecido rechazó y con ella a Moncayo por tratar de aprovechar políticamente
la crisis. El general se ha valido del respaldo condicionado de fuerzas
sociales nocivas como son el MPD (hoy Unidad Popular) y un Pachakutik dividido.
Claramente el cálculo fue servirse de las bases sociales de estas
organizaciones al ofrecer cargos y troncha a las dirigencias. Todo esto
mientras se hace de la vista gorda del papel pernicioso y contraproducente que
han jugado estas organizaciones en la consecución de objetivos programáticos y
de mandato constitucional como son la reforma agraria, la reforma en educación,
los derechos colectivos entre tantos otros. Moncayo al parecer ignora o descuida
el hecho de que se ha casado con perros rabiosos que a la primera señal de
incongruencia con exigencias radicales, se virarán en su contra y regresarán a
las prácticas tradicionales de la movilización como instrumento de chantaje.
Adicionalmente, al analizar las falencias del general, los estrategas de
campaña han optado por un binomio que sea todo lo opuesto a Moncayo: una mujer,
joven, costeña y desconocida.
Dalo Bucaram es el hijo del defenestrado presidente Abdalá Bucaram,
quien constituye el primer hito de todos los golpes institucionales que
desencadenaron un cúmulo de inconstitucionalidades que llevaron a la Asamblea Constitucional
de 1998 y el posterior desfalco financiero de 1999. Bucaram ha optado por un
discurso conciliador y menos agresivo pues su ambigüedad ideológica lo sitúa en
el centro del centro. Es un actor político que hace un intento de recuperación
del desaparecido partido que lideraba su padre: el Partido Roldosista
Ecuatoriano (PRE). Como binomio, Bucaram ha escogido al asambleísta
independiente Ramiro Aguilar, un abogado de profesión quien en el pasado fue abogado
defensor del defenestrado presidente Jamil Mahuad.
Este cúmulo de contendientes deja en evidencia que la clase política
no ha podido encontrar entre sus filas a mejores cuadros que promuevan la
innovación y el cambio generacional. Todos son parte de una vieja clase
política que ha permanecido disminuida o escondida durante los últimos 9 años y
que han hecho su reaparición en el último año para posicionar recetas cuyo
denominador común es la transición de poder. Lo que no han considerado es que
esa transición, por simple lógica inercial, requería de nuevas figuras
políticas y no un retroceso. Pero además de eso, ninguno de los candidatos ha
reparado en que al implementar sus ofertas de campaña se encontrarán con un
incómodo y sólido obstáculo constitucional que les impedirá disolver, reducir y
eliminar a gusto, y sin un plan de contingencia. Las peripecias que deberán
sortear para demostrar que son los candidatos del cambio y no los candidatos
del pasado será un espectáculo folklórico.
De igual manera, los candidatos tendrán que despertar a ese correísta
desencantado que optaría por un banquero, una señora politiquera o el hijo de
un populista antes que votar por el candidato oficialista, un hombre que, a
pesar de los intentos por deslegitimarlo, goza de un gran nivel de aprobación y
ha logrado mantenerse al margen de recientes denuncias de corrupción. El
escenario no es prometedor pues quien gane tendrá que hacerlo con contundencia
para poder decir que cuenta con un mandato popular. De lo contrario será un
gobernante que entra con carta perdedora pues tendrá a la mitad del país en
contra y con la urgencia de realizar reformas que indudablemente significarán
un shock al sistema que lentamente iba en proceso de recuperación. A eso, en el
caso de un posible ganador de oposición, se sumará el incómodo problema de
tener que encargar la aplicación de su programa a funcionarios correístas de
rango medio y bajo que no conocen otro modelo de administración pública que el
actualmente rige el país.
Por Mateo Izquierdo
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3 comentarios
Write comentariosY el análisis de Moreno y Glas donde queda, o es parcializado hacia el correismo? Donde quedan los casos de corrupción que no quieren fiscalizar a profundidad para no empañar a los candidatos verdes.
Replyentonces estamos SUPER JODIDOS.
ReplyEste Mateo es un borrego.
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