Quién no recuerda el escolar adiestramiento cívico y sus dos
fechas supremas: el primer grito de independencia del 10 de agosto de 1809 y la
Batalla de Pichincha del 24 de mayo de 1822. Quién no recuerda aquella enseñanza
enfocada a provocar que nos sintamos orgullosos de nuestra identidad
ecuatoriana. En retrospectiva, entiendo que era un patriotismo inducido y
manufacturado que nos imponía símbolos patrios y mitos colectivos con el
objetivo de construir, ilusoria y momentáneamente, un orgullo nacional que se
quedaba cautivo en el aula, pues en la calle o la vida cotidiana ecuatoriana, y
de modo espontáneo y natural, nunca lo íbamos a encontrar. Los que crecieron en
las décadas de los 80 y 90 se acordarán que más impactante que un desfile cívico
eran las manifestaciones, paros nacionales y confrontación social de aquellos
años. El patriotismo era escaso, por decir lo menos, pues cualquier lugar en el
mundo habría sido preferible que estar en o ser del Ecuador violento
Pero más allá de esas disquisiciones, en esta ocasión me
remitiré a la conmemoración del 24 de mayo, día que recuerda la Batalla de
Pichincha de 1822, sin lugar a dudas una de las fechas más importantes en el
proceso de construcción de identidad nacional que tanto nos ha marcado.
En cuanto a lo castrense, fue una batalla entre alrededor de
3.000 soldados patriotas empecinados en lograr la independencia de la Corona
Española contra más o menos 3.000 soldados realistas (pro-monarquía) que, en un
día resplandeciente de mayo, se acribillaron mutuamente en las faldas del
Pichincha. Lo que no cuadra fue la composición de aquellos ejércitos pues los
relatos varían. Algunos historiadores destacan la participación de soldados
paraguayos, chilenos, argentinos, peruanos, uruguayos, e incluso ingleses, en
el ejército patriota. Por el otro lado, los españoles contaban con un
contingente indígena local muy grande pues estos eran obligados a luchar. Y como
la “historia que conocemos es siempre la que cuenta el bando ganador”, emerge
la figura del mariscal Antonio José de Sucre como el gran gestor que en el
campo de batalla selló el proceso de independencia.
La liberación de Quito de 1822 ciertamente aseguró la
independencia del resto de provincias que en aquel momento pertenecían a la
Real Audiencia de Quito, también conocida como la Presidencia de Quito. Historiadores
como Camilo Destruge, Francisco Huerta Rendón, Julio Estrada y Rodolfo Pérez
Pimentel han aportado con importantes textos a la construcción de un recuento
histórico sobre la Batalla de Pichincha y otros eventos de la historia nacional.
Es importante rescatar detalles de aquellos escritos para tener un cuadro más
completo de los hechos y comprender que las relaciones de clase, de
subordinación y de poder, curiosamente, no son del todo diferentes a las que
persisten hoy.
Es poco conocido, por ejemplo, que la oligarquía
guayaquileña se opuso a las acciones libertarias y mantuvo una posición pro-monárquica
hasta el final del proceso independentista en su ciudad. Es decir, la
liberación de Guayaquil, el 9 de octubre de 1820, sucede a pesar de que estas
fuerzas oligárquicas se resistían. Más recientemente, el historiador Enrique
Ayala Mora, en su obra “Nueva Historia del Ecuador”, menciona que “lo que no comprendían los patriotas
quiteños es que las demás provincias se opondrían a sus intentos libertarios
que a su criterio no tendrían éxito por lo que su actitud revolucionaria y de
insubordinación sería arrancada de cuajo”. La posición de la oligarquía
guayaquileña de promover la subordinación del país a la dominación de una
potencia extranjera, no varió durante el siglo XX en que aplaudió la influencia
imperialista norteamericana, ni en el siglo XXI en que la añora.
No es mi intención hacer de este artículo un recuento
histórico detallado de las guerras de la independencia, pues mucho se ha
escrito a través de los años sobre ese tema. Sin embargo, sí quiero destacar,
aunque parezca obvio, que al llegar a un nuevo aniversario de conmemoración de
la Batalla de Pichincha, lo que hoy comprendemos acerca de las relaciones entre
España y Latinoamérica en 1822 es muy distinto de aquel que ha existido en los
anales de la historia ecuatoriana. Hoy ya podemos decir que en ese tiempo, las
relaciones de poder hegemónico estaban en flujo, si se quiere, en un proceso de
transición que permitió la insubordinación de algunos actores terratenientes
latinoamericanos que, a la postre, aupó en su medida la liberación de la
dominación española. Todo esto en el contexto de las Guerras de Independencia
Hispanoamericana. El resto es historia conocida: no nos vamos a liberar jamás de
nuestra herencia colonial pues la sucesión de procesos históricos posteriores a
esa etapa, condujo a la construcción de una identidad nacional en la cual se
basaría la creación de la República. Somos el producto de generaciones de
mestizaje y aburguesamiento salvaje que trajo aquella “liberación”. Sin
embargo, nos encanta hablar de una cultura propia, ecuatorianísima, que surgió
de tradiciones tanto propias como adquiridas. A eso, en los círculos de las
ciencias sociales, se le llama aculturación.
Lo que ocurrió fue una desordenada apropiación cultural que
nos convirtió en los ecuatorianos de ayer y hoy. Los ecuatorianos que intentan romper,
con poco éxito, esquemas de estratificación social, de dominación patriarcal
curuchupa y de un racismo profundo. Ecuatorianos entrampados en un regionalismo
pernicioso que hasta el día de hoy nos hostiga e impide un ordenamiento
territorial pleno al 2015. En esa dinámica se construyó nuestra cultura política,
nuestra lectura y apropiación de los valores democráticos y, consustancialmente
a aquello, nuestra debilidad colectiva ante el populismo.
Es difícil comparar eventos del pasado con los actuales,
pero me atrevo a decir que si los próceres vieran el comportamiento de la
oligarquía guayaquileña de hoy, no se sorprenderían. La Batalla de Pichincha fue
un evento heroico en el que muchos hombres dieron su vida por un ideal: el de
vivir una vida digna, libres de la imposición y dominio de fuerzas foráneas. No
obstante, de la idea a la realidad hay una brecha que no hemos terminado de
superar e, insisto, no hemos logrado liberarnos de los efectos de aquella
relación de dominación. Hasta hoy deseamos todo aquello que es extranjero y veo
en ciertos espacios alternativos como las redes sociales un repudio por lo
propio o, en su defecto, un deseo de no querer ser como somos. Hay los que
desean que nuestras ciudades se parezcan más a las norteamericanas o europeas;
que la música, la ropa y la cultura sea cualquiera menos la nuestra.
Ya en el presente me surge una pregunta: ¿qué símbolos
patrios actuales convocan al orgullo nacional? ¿La selección nacional de
futbol? ¿El banano? ¿El mejor aeropuerto de Latinoamérica? ¿La infraestructura vial
u hospitalaria? No lo sé.
Si me preguntan qué es lo que me enorgullece de ser
ecuatoriano, mi respuesta es compleja porque es una abstracción. Se refiere a
la tenacidad del ecuatoriano de aguantar y trascender la adversidad. Me refiero
a esa habilidad innata de mantener la calma y seguir bregando impávido pese a todo
conflicto o caos en el que nos veamos inmersos ocasionalmente. Esa capacidad de
sobrevivir en un ambiente absolutamente anárquico y precario pues la
“estabilidad”, ya sea económica o política, siempre depende de la voluntad de
otros. Quizá por estar sujeto al vaivén de esas voluntades ajenas, es que el
ecuatoriano refuerza elementos de auto preservación como la “familia”, a la que
defiende a capa y espada pues si uno no vela por su familia, nadie más lo hará.
Se trata, sin duda, de una actitud positiva que se ha perdido en las sociedades
occidentales. En definitiva, me enorgullece que seamos una sociedad que vive en
la estabilidad, a pesar de que hay algunos que preferirían que no la haya.
Si me preguntan qué me hace sentir orgulloso de ser
ecuatoriano, puedo decir que la noción colectiva de que se puede superar lo que
parece imposible. Esto es relativamente nuevo. Creo que nuestra psiquis cambió
cuando la selección de futbol nacional clasificó al mundial. No ha existido
elemento de unificación nacional más real que el clamor del “Sí se puede”. Sí
se pudo y también se pudo lograr, en un espacio de cultura popular, que la
ciudadanía empezara a sentir espontáneamente orgullo de ser ecuatoriano. Suena
absurdo pero así fue.
Ese mismo clamor del “Sí se puede” se hace real al ver que
las instituciones empiezan a funcionar, que los servicios sociales empiezan a
servir, que la injusticia se empieza a reducir. Existen aquellos que juran que nunca
antes hemos vivido una imposición autoritaria semejante. Yo soy de los que
piensa que sin semejante “imposición” no habría sido posible conseguir
justicia. Sea como sea, eso toca intereses y sensibilidades de todo tipo. También
creo firmemente que el pensar en un país con estabilidad y no caos, con
infraestructura y no descuido, con orden y no privilegios, es preferible pese a
la supuesta imposición.
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