Cuando
Antonio Ante ingresó al Palacio Real (así se llamaba antes de rebautizarlo como
Carondelet) aquella madrugada del 10 de agosto de 1809, probablemente no
imaginaba que su actuación iba a cambiar definitivamente la historia no solo de
Quito sino de una veintena de países que durante 300 años soportaron el férreo
colonialismo español.
Eran alrededor
de las cinco de la mañana. Ayudado por la guardia de palacio, Ante logró llegar
hasta el pasillo contiguo a la habitación en la que dormía Manuel de Urriés,
más conocido como el Conde Ruiz de Castilla, quien hasta ese momento era el
presidente de la Real Audiencia de Quito. Los severos golpes en la puerta despertaron
al español y de mala gana se levantó. Ante, impasible, esperó que se abriera el
portón del aposento y entonces enfrentó al noble de Urriés a quien, sin saludo
de por medio, le leyó en alta y decidida voz un oficio que minutos antes había
redactado un grupo de intelectuales quiteños y extranjeros en la casa de
Manuela Cañizares, ubicada a menos de una cuadra del palacio. Le habían
notificado que ya no era más presidente y que la Real Audiencia quedaba bajo el
control de los criollos quiteños.
Lo que
ocurrió pasadas las siete de la mañana fue jolgorio y salvas de cañón que
anunciaban desde la Plaza Grande el inicio de una nueva era. La Junta Soberana
de Gobierno inauguró el primer intento de republicanismo en la América Latina
y, al mismo tiempo, sentenciaba a muerte a la larga tradición colonial
española.
Más allá del
lirismo infantil de los libros escolares, que en lugar de destacar el valor de
la fecha crea confusión acerca de su impacto histórico en la construcción de la
nación ecuatoriana, el 10 de agosto de 1809 constituye un hito al que 207 años
después aún no sabemos cómo asimilarlo colectivamente.
Muchos
simplemente lo recuerdan como un grito; el primer grito de independencia. Otros,
guiados por un espíritu regionalista inoculado perversamente por ciertas
élites, afirman que fue un hecho histórico digno de tomase en cuenta pero no
tanto como para llamarlo nuestra primera independencia.
Lo cierto es
que el 10 de agosto de 1809 ocurrió algo mucho más trascendente que un grito de
independencia y de sus consecuencias todos disfrutamos hasta la actualidad
aunque no nos demos o no queramos darnos cuenta.
Aquellos criollos
que lideraron la gesta de 1809 no eran unos advenedizos. Muchos bebieron de la
intelectualidad europea, se formaron bajo los ideales del novísimo entonces,
iluminismo francés y tuvieron como referentes políticos a personajes como
Eugenio Espejo, José Mejía Lequerica e incluso al propio José Joaquín de Olmedo.
En suma, era gente que sabía lo que hacía y entendía perfectamente los riesgos
que asumían al hacerlo.
Tanto sabían
lo que hacían que apenas se instauró la Junta Soberana de Gobierno aplicaron un
modelo de gestión política inspirado en la república francesa (a la que también
emularon los nacientes Estados Unidos de América), creando el eje
administrativo fundacional de la nación como la conocemos hasta hoy con sus
tres poderes tradicionales: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. No solo eso;
entendieron también que la supervivencia del nuevo Estado dependía de un
ejército alineado con el proyecto y por eso fundaron la Falange Armada, génesis
de nuestra milicia nacional.
Las
comparaciones no solo pueden ser odiosas. En el caso de la historia suelen
llegar a ser absurdas. En ese sentido no podemos pretender que la organización
gubernativa del 10 de agosto de 1809 haya alcanzado el talante de las
democracias modernas pero en su momento sí fue un intento revolucionario. La
Junta Soberana, con las evidentes limitaciones conceptuales y sociales de
entonces, integró el primer congreso en el que cada barrio de Quito nombró
nueve diputados para representarlos. Eran terratenientes y de alta clase
social, es cierto, pero todos articulados obligatoriamente bajo una nueva
entidad corporativa que abrazó, por primera vez el concepto de
representatividad. Ese primer congreso de la nueva república asentada en Quito
fue la que nombró a los primeros ministros del Poder Ejecutivo. Los próceres
sabían exactamente lo que hacían.
Si hay algo
que se puede reprochar a la emancipación del 10 de agosto es quizá su ingenuidad
al creer que aquel germen republicano pudiera calar de inmediato en las
regiones vecinas fuertemente resguardadas por los principios imperiales y
monárquicos. Se adelantaron una década al resto y en lugar de generar simpatías
y empatías lo que se produjo fue celo y rencilla en las élites, especialmente
guayaquileñas y cuencanas que permitieron y auparon la furiosa contraofensiva
colonial española. A la larga, fue eso lo que marcó el final del audaz intento
por pensar en una patria soberana.
Desde Bogotá
y Lima se encaminaron numerosas tropas realistas para someter a Quito y la
presión de esos ejércitos terminó minando la resistencia de los sublevados. La suerte
de la Junta Soberana estaba echada y su existencia solo duraría hasta el 12 de
octubre de 1809 en que Juan Pío Montufar renunció a la presidencia de la misma,
entregando el mando a José Guerrero y Matheu, conde de Selva Florida, quien a
su vez se lo devolvió junto con la restituida Audiencia, al conde Ruiz de Castilla
el 24 de octubre de 1809 a cambio de que no se tomaran represalias y
permitiendo el ingreso a la ciudad de las tropas coloniales de Lima y Bogotá
sin resistencia alguna.
El resto de
la historia es conocida: los españoles no respetaron acuerdo alguno, Quito se
convirtió en un fortín militar, encarcelaron a los patriotas que idearon y
formaron la Junta Soberana y el 2 de agosto de 1810 los asesinaron cobardemente
en prisión, junto a cientos de otras personas en las calles como escarmiento a
los deseos de libertad y soberanía. Como vemos, el término grito se queda
ridículamente corto ante la estatura histórica de todo lo que significó y
significa el 10 de agosto.
Una sociedad
no es grande por la cantidad de bienes que posea o por la magnificencia de su
capacidad de producción, factores que también son importantes. Una sociedad
crece y está lista a lograr ambiciosas metas colectivas solamente si es capaz
de asimilar su pasado y entender críticamente su proyección sustentada en eso
que llamamos historia. Lo mínimo que merece el 10 de agosto de nosotros, hijos
de esa fecha, es al menos conocer lo que pasó e identificar a quienes
prácticamente se inmolaron por una patria que no tuvieron para que nosotros sí pudiéramos
tenerla.
Por Sergio Freire
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