La camisa con las mangas arremangadas no te luce. El desdén por la
gente se te nota en el ceño cada vez que tomas un micrófono. Tus ojos lucen
muertos y las patas de gallo no sugieren mejores días para el Ecuador sino
indigestión. ¿Cómo es que nadie en tu séquito te lo ha mencionado?
El artificio de tus mítines no se traduce en clamor emancipador,
aunque a Pinoargote le encantas. Los otros medios te tratan como el mal menor a
pesar de haber preferido a otros. Esto debe ser doloroso para un guayaco de
clase media tratando de ganarse el respeto de la alcurnia guayaquileña, la
misma a la que has intentado penetrar desde hace 40 años. Cuando llegaste al
escenario público hace dos décadas descubriste que la prensa, la política y las
finanzas van de la mano y son territorios reservados únicamente para los
poderosos. Los de abolengo ostentaban otras cosas más que solo la lujuria. Pero
eres La Salle, no Javier. Y tú querías que los Estrada, Seminario, Aspiazu, Baquerizo
Moreno o Ponce Luque te invitaran al Club de La Unión. Soñabas con que la
Revista Hogar haga un mosaico de tu boda en las páginas sociales. Te colgaste
de tu cuñado y trepaste. Desde muy joven demostraste tu hambre y querías ser tú
el que los invitara al Club a ellos. Para ti el negocio y la acumulación
siempre fueron lo más importante, pero no el fin en sí mismo. El fin era llegar
a la cima y mostrarles a esos detentores del poder que uno como tú también
podía. Dejarías la universidad con tal de seguir escalando, improvisarías tus
capacidades en el camino. Ya eras “empresario” y pudiste, con gran
premeditación, adquirir esas habilidades sociales que te permitieron
mimetizarte.
Ganarte la Presidencia de la República es tu último escalón. El
intento final por lograr el respeto de la alcurnia. Si ganaras las elecciones
ya no podrían burlarse de ti. Estarían horrorizados pero no se podrían burlar
del Presidente de la República. Tendrías el poder a tu disposición. Cuando
viajes, lo harías en los aviones presidenciales que compró Correa y las FF.AA.
te rendirían pleitesía y honores. Te rodearías de los mejores marketeros y
estrategas y te escribirían discursos con citas de Hayek, Friedman, Reagan o el
Eclesiastés.
Te muestras como un liberal moderno del siglo 21 pero tu entorno de
acólitos apesta a nacional socialismo alemán de los años 30 y 40 del siglo
pasado. Un tufo a elitismo monárquico, de ese que establece arbitrariamente y
por “designio divino” que un puñado de gente es la elegida por Dios para ser
superiores al resto, les brota por los poros con descalificaciones que develan
un desprecio por la dignidad humana. ¿Has oído hablar de Josef Menguele? Por si
no lo conoces, era un doctor en el campo
de concentración de Auschwitz apodado el “Ángel de la Muerte” que “cernía”
seres humanos clasificándolos entre “normales” y “subnormales”, colocando entre
estos últimos a quienes padecían algún tipo de discapacidad para encerrarlos en
su laboratorio y practicar con ellos los más espeluznantes experimentos
científicos como si se tratase de ratas. No traería este cuento a colación si
no fuera porque entre tus amigos –sí, tu candidato vicepresidencial en la
última derrota electoral que sufriste- Juan Solines, propone algo parecido a
Menguele: encerrar en un laboratorio a una persona con discapacidad para
someterla a exámenes que demuestren que es “normal” y así satisfacer su
“preocupación” inequívocamente discriminatoria.
Pero hemos llegado a septiembre y el panorama no pinta bien. Tuviste
un mes flojo entre varios meses flojos. Lanzaste epítetos y acusaciones, la
clase política se encrespó, pero tu intención de voto sigue misérrimo, al menos
con el segmento de la población que importa: el populacho. A pesar de haber
practicado bien el discurso sobre los impuestos y el empleo, ves que no está
cuajando y no entiendes por qué. La lógica que maneja tu círculo te reitera una
y otra vez que esa campaña no puede fallar. Lo que beneficia a uno, beneficia a
todos, te dirás. Bajar los impuestos beneficia a los que más pagan y la
ciudadanía ya entendió que esa promesa de campaña viene con cariño para todos,
pero con una porción extra para algunos. Y para esos tú eres su candidato, el
que reducirá las normas a nada más que un procedimiento simple y aleatorio. ¿Por
qué? ¿Para qué apoderarse del Estado sino para desmontarlo parte por parte
hasta que no quede nada que estorbe? Tú hablas para esa nueva generación de
indignados por la burocracia, esos que preferirían no depender tanto de ella y
ser “libres”.
“Queremos un Estado que no joda” dices con alevosía, como si no
supiéramos que eso implica reducir al Estado a su más inservible expresión, desmontándolo
pedazo por pedazo hasta que no haya hueco burocrático que obstaculice el
trabajo del empresario. Lo incomprensible es que ofreces empleo pero no dices
cómo lograrías generarlo desde ese Estado al que pretendes desmantelar. Algo no
cuadra. Salvo que lo que propongas sea que la empresa privada, una vez libre
del estorbo del sector público, sea la única que genere todo ese empleo que
prometes. Aun así, algo no cuadra y toda tu línea discursiva se acerca más a la
demagogia anarco-capitalista que a una propuesta de política pública.
Y entonces, ¿qué harás hasta febrero?
Lo que tus acólitos no saben es que no es tan divertido ser
multimillonario. En tus varias casas deambulas por los pasillos, seguido por un
mayordomo, empleada o masajista, y probablemente se burlan de ti en la cocina.
Casi de la misma forma que se burla de ti todo tú equipo de campaña. Estás
perdiendo y tus obsecuentes súbditos ya han comenzado a dudar si va a haber “camello”
después de febrero. Tampoco se han enterado que desde hace mucho tiempo no has
podido confiar en ninguno de ellos porque no sabes si están contigo porque te
admiran o porque tienes muchísima plata.
Mientras tanto, sigues incansable recorriendo el país. Es el trabajo
más duro que has hecho en toda tu vida: caminar por los pueblos. Sales con tu
camisa celeste de 150 dólares y tus mocasines de 300 a decirnos que la vida es
insoportable. Tus empleados pagan a los asistentes para pretender entusiasmo
cuando hables de cosas que ellos no entienden. Miras a la multitud y les dices
cuánto se ha desperdiciado en estos 10 años, cuánto se ha desperdiciado en
ellos. Y piensas que compaginan, que tal vez comparten tu angustia. Lo que no
saben es que no estás en esto por un sentido de responsabilidad social. Ni
siquiera saben que no es por enriquecerte, de eso no te falta. Lo que no saben
es que estás en esto para mostrarle a esos del “buen apellido” que uno como tú
también puede.
Por Mateo Izquierdo
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