Por Mateo
Izquierdo
A propósito de todo
lo que se ha dicho alrededor del lanzamiento del libro Testimonio de un Comandante, del general Ernesto González, una vez
más se reaviva el debate, por demás innecesario, acerca de los pormenores ocurridos
durante el rescate del Presidente de la República del Hospital de la Policía,
el 30 de septiembre de 2010. El texto del militar llegó también a mis manos y,
tras haber leído el capítulo en el que se refiere a este hecho, debo manifestar
que, a mi criterio, sus aseveraciones no aportan nada nuevo a lo que ya se
conocía o se desconocía sobre lo que sucedió aquel día. Salvo omisiones
semánticas y algunos detalles de las discusiones que, tras bastidores, se
produjeron para planificar el rescate, no creo que el general haya destapado
aquel gran secreto que la oposición ansía. La atención que se ha dado al texto por
ser, aparentemente, revelador no ha pasado de ser una estrategia de marketing
que logrará incrementar las ventas del libro durante un tiempo limitado.
Lo curioso del
suceso no está en lo que afirma el general, pese a que su aporte es muy valioso
para hacer una deconstrucción de aquel día histórico. No, la importancia de la efervescencia
generada yace en que aún existen elementos dentro de las Fuerzas Armadas, Policía
Nacional y actores de oposición que preferirían ver muerto al Presidente, a seguir
subyugados a este Gobierno. De la forma más mezquina y cobarde buscan reavivar
el malestar de aquel día y tachar las versiones oficiales a fin de generar
suspicacia alrededor del tema y desvirtuar la palabra del Presidente. Es en
medio de ese intento que se han emprendido gran cantidad de procesos judiciales
de los que han salido desgastados varios actores secundarios que se apresuraron
a realizar aseveraciones fuera de contexto y bajo absoluta especulación, puesto
que los detalles de los hechos no se conocían aún y, es más, algunos tal vez
nunca se conozcan. Sin embargo, hay elementos que son indiscutibles sobre aquel
día y que respaldan la tesis del Gobierno: hubo una sublevación policial que se
desbordó hasta salir de control, la oposición aprovechó la oportunidad para
intentar desestabilizar al Gobierno, las Fuerzas Armadas se demoraron en actuar
a la espera de ver cómo se desenvolvía el suceso, y el Presidente estuvo retenido
contra su voluntad por más de diez horas.
Aquí una
aclaración importante y necesaria: el problema no radica en el titubeo de las Fuerzas
Armadas, sino en la velada intención de varios actores políticos de oposición de
aprovechar la coyuntura del malestar policial debido a reformas laborales que
–presuntamente- les eran desfavorables, para provocar una desestabilización del
Gobierno. En términos prácticos, varios analistas han sostenido que tal vez no
se haya tratado de un intento de golpe de Estado en el sentido clásico del
concepto, simplemente porque los requisitos necesarios para configurar un golpe
de Estado convencional no se cumplieron completamente. Entre esos requisitos
está el de una planificación coordinada. En este punto, creo yo, existe un
elemento medular que debe ser tomado en cuenta pues, en rigor, sostengo que no
hubo un intento de golpe como tal sino un intento de ‘putch’ protagonizado por
los principales actores de la oposición que intentaron causar la caída del Presidente
ese día y que hoy son los mismos que quieren reavivar la duda para
desprestigiar al Gobierno.
¿Por qué afirmo
esto? Pues porque, sencillamente, el ‘putch’ no requiere de una planificación anticipada
sino más bien del aprovechamiento de una coyuntura de caos para provocar una
desestabilización mayor y, si la acción resulta efectiva, lograr así el
derrocamiento de un gobierno. Es una acción de guerrilla que requiere poca
organización y planificación y que explica perfectamente el cómo y por qué ocurrió
la sucesión de hechos de aquel día, sin que las Fuerzas Armadas tomaran
medidas. Las pruebas son contundentes: a media mañana militares cerraron el
aeropuerto Mariscal Sucre de Quito, no se permitió a la seguridad presidencial
sacar al Presidente del recinto policial; no se permitió que la Asamblea
Nacional sesione; fuerzas de oposición se movilizaron para destruir propiedad
pública en el canal de televisión del Estado; integrantes del bloque de
oposición se reunieron en un hotel a puerta cerrada; dirigentes sindicales
sacaron estudiantes a marchar a favor de los policías sublevados. Todos estos
hechos no son especulación, están documentados, filmados y registrados con hora
y fecha para los libros de la historia.
En medio de todo
el caos, presiento que la cúpula militar se vio sorprendida por la intensidad con
que se dieron las acciones, aparentemente coordinadas y sucesivas, debido a que
no está acostumbrada a que los golpes de Estado sucedan sin su conocimiento o anuencia.
Las Fuerzas Armadas, ¿garantes de la Democracia?
En épocas
pasadas era tradicional que los golpistas tocaran las puertas de los cuarteles
y anunciaran sus intenciones al brazo armado del Estado para conseguir su
bendición. Mucho se habla del papel de las Fuerzas Armadas como guardianas y
garantes de la democracia, pero más me parece que han sido espectadoras de los
procesos de desestabilización que han ocurrido en este país y su intervención
ha sucedido únicamente cuando las condiciones se tornaban insostenibles, ahí
sí, para guardar el orden. Sin embargo, no es sorpresa para nadie decir que los
militares siempre se han virado hacia el poder coyuntural. Eso se da por una
larga tradición de debilidad institucional y por el descuido de los poderes de
turno que no han priorizado a la defensa y seguridad nacionales.
En ese
escenario, las Fuerzas Armadas tuvieron que depender siempre de la tutela
extranjera para cimentar su formación, capacitación y desenvolvimiento pleno. Por
ello, no se puede subestimar la dependencia castrense ecuatoriana de la
coordinación que brindó en su momento el militarismo norteamericano y tampoco se
puede desestimar el hecho que muchos de los militares y exmilitares que ahora ponen
en tela de duda los hechos del 30S provienen de una tradición de formación
castrense impartida desde las Escuelas de Guerra de Brasil y Uruguay. Esa es la
matriz doctrinaria de la Seguridad Nacional que se impuso en el Ecuador y que dispone
la ejecución de políticas represivas en salvaguardia del supuesto interés
nacional.
Ese
adoctrinamiento exigía además que las Fuerzas Armadas sirvieran como una suerte
de brújula moral de los países, elemento que sustentaba su convencimiento
institucional de que debían asumir el rol de garantes de la vigencia de la
democracia. Ese papel implica, necesariamente, que Fuerzas Armadas operen dentro
de un esquema de gobernabilidad paralelo, con el objetivo de que sean capaces
de reemplazar “esporádicamente” a las autoridades civiles democráticamente
elegidas, cuando estas no hayan cumplido con los preceptos constitucionales.
Hecha esta
digresión, debo expresar mi sospecha de que aquellos integrantes de la cúpula
militar que miran cómo la doctrina castrense tradicional ha sido desplazada por
una visión institucional distinta que marca una inédita orientación de Fuerzas
Armadas, más acorde con los tiempos actuales, todavía no asimilan por completo
la nueva doctrina de la Seguridad Integral y Desarrollo que este Gobierno ha
puesto en vigencia. Sospecho también que les resulta difícil familiarizarse con
los conceptos de democracia y soberanía, aplicados a nuevas realidades y campos
de experiencia a los que no estaban acostumbrados. Semántica al fin.
Solidez institucional y ciudadanía activa como sustento
legítimo de la democracia
La pregunta que
cabe no es si hubo o no un intento de golpe aquel día. La pregunta es: ¿quiénes
eran los mayores beneficiarios de un proceso de desestabilización que estaba en
marcha? Afortunadamente, al día de hoy, sí podemos hacernos esa interrogante
gracias a que el intento de derrocamiento no prosperó.
Si algo se
comprobó aquel 30 de septiembre fue que cualquier otro gobierno de la última era
democrática hubiera caído bajo las mismas circunstancias. El actual régimen no
cayó por múltiples razones: aunque aún frágil, ya existe cierta solidez
institucional que permite la permanencia de la gobernabilidad; las Fuerzas
Armadas dejaron de jugar un papel de espectadores y cumplieron la única razón
para la que fueron creadas que es la de asegurar la estabilidad democrática; y,
finalmente, la ciudadanía no estaba dispuesta a permitir que un grupo en
particular genere el caos y la desestabilización.
La oposición
jamás esperó que salieran miles de jóvenes, hombres y mujeres, a “rescatar” al
Presidente. Tampoco contaban con que la institucionalidad que tanto repudian
estuviese lo suficientemente consolidada para resistir la embestida. Esta
institucionalidad no es del todo sólida, sigue en construcción. Quizá el
Presidente no debió jamás mediar personalmente en un conflicto laboral; para
eso existen ministros, subsecretarios, asesores. Sin embargo, la fragilidad del
sistema democrático se probó ese día y sean cuales fueren las lecturas e
interpretaciones que quieran dar los militares que participaron en los sucesos
de esa jornada, la percepción de la ciudadanía sobre los sucesos de aquel 30 de
septiembre seguirán siendo divergentes.
La realidad
sigue siendo que hubo (y aún los hay) actores que quisieron ver el fracaso de
este gobierno. Existen las grabaciones, los videos, las comunicaciones que lo
confirman. Igualmente es innegable que hubo una estrategia sistemática de
desinformación sobre los beneficios de la Ley de Servicio Público. Existen los
correos electrónicos y los pasquines que se repartían en los cuarteles con el
único fin de generar malestar entre los miembros de las fuerzas policiales y
militares. La supuesta desaparición del Instituto de Seguridad Social de las
Fuerzas Armadas (ISSFA) sigue generando malestar pese a que se ha repetido y prometido
innumerables veces que esta institución no desaparecerá.
La campaña de
desinformación continúa y la especulación dentro de las filas militares es
perniciosa. Alguien espera capitalizar de ese malestar y convertirlo en una
fuerza de choque contra el actual gobierno, no queda duda.
Más allá de
condenar al general por su insubordinación –en sentido figurado–, pienso que la
visión de los hechos que pueda proporcionar el hombre que se encargó de dirigir
la operación que rescató al Presidente de la República es extremadamente
valiosa, aunque parcializada. Creo que en su análisis faltó abordar el papel
que jugó el grupo de ciudadanos que mantuvieron vigilia desde las 8 de la
mañana hasta las 8 de la noche, en genuina defensa de la democracia. Fue
precisamente esa persistencia ciudadana la que obligó a las Fuerzas Armadas a dejar
de ser un actor pasivo y tomar la decisión de actuar. Su desempeño fue, en
efecto heroico, pero que el general no se confunda: también fue extremadamente
tardía.
No debemos
confundir el papel de garantes de la democracia de la Fuerzas Armadas versus el
papel de la ciudadanía como vigilante de la democracia.
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