Por Tomás Ojeda
Sobre el
cadalso, su mirada atravesó el círculo de la cuerda anudada que, abrazada a su
cuello minutos después, le fracturaría secamente la cervical quitándole la
vida. Albert Richard Parsons simplemente miraba a quienes asistían a su
ejecución en la cárcel de Chicago -el último paisaje que vería- y entre ellos
buscaba a Lucy -el último consuelo que tendría-.
Aquel 11 de
noviembre de 1887, Albert no pudo ganar esa fugaz carrera contra el tiempo:
nunca halló a su esposa Lucy González Parsons entre la gente, antes de que el
suelo se abriera literalmente bajo sus pies y cayera fulminado por el latigazo fatal
en el que coludieron una soga, la ley de la gravedad y la lucha de clases.
Mientras a él le
cubrían el rostro con una capucha blanca, como dictaminaba el rito macabro para
los condenados a muerte, a Lucy la retuvieron en la estación de policía
contigua a la cárcel impidiéndole pasar para que se despidiera de su esposo.
Junto a ella, sus dos pequeños hijos, Lulú de 9 años y Albert de 8, no pudieron
sino imaginar, impotentes, el trágico destino del esposo y padre.
Sin embargo,
Albert no murió solo. Junto a él otros tres hombres quedaron suspendidos de una
cuerda y sus vidas apagadas ese mismo 11 de noviembre: los periodistas August
Spies y Adolf Fischer, y el tipógrafo George Engel. A ellos se sumó un quinto, el
carpintero Louis Lingg, quien también debía ser ejecutado en la horca pero que murió
en una explosión al interior de la celda que ocupaba en prisión, días antes de
que se cumpliera su sentencia.
A esos cinco muertos
los parió la militancia. Ellos lideraron la huelga del 01 de mayo de 1886 en la
fábrica de insumos agrícolas McCormick, en Chicago, exigiendo el
establecimiento de una jornada laboral de 8 horas y así devolver algo de vida a
miles de trabajadores que salían a las 5 de la mañana de sus casas hacia las
fábricas y retornaban a las 10, 11 o 12 de la noche en un interminable trajín que
devoraba sus días.
Esos cinco
muertos lideraron aquella huelga que se extendió hasta el 04 de mayo y en la
que otros miles fallecieron durante los enfrentamientos contra la policía
estatal y las guardias armadas de los dueños de las empresas. Los cinco fueron
incriminados como culpables de la explosión de una bomba que mató al policía
Mathias Degan, en la plaza de Haymarket el 4 de mayo de 1886 durante esa misma
huelga obrera, pese a que la propia policía identificó a Rudolf Schnaubelt que
fue quien la lanzó la bomba, y lo liberó sin más. No importaba; tenían el
pretexto. Ya solo faltaba matarlos.
¿Quiénes eran
los cinco, por qué los mataron, que llevó a ese desenlace? Eran personas de
tendencia anarquista y socialista, personas con ideas claras y, por eso, con
capacidad de organización. Eran, por tanto, personas “peligrosas” y había que
matarlas para preservar la “subsistencia de las instituciones” que no eran otra
cosa que las empresas y los emporios privados estadounidenses de aquel
entonces. Durante el juicio que devino en la pena de muerte, los alegatos
demostraron que aquellos a los que condenaron no fueron culpables de lo que les
acusaba. Es más, tres años después de que fueron ahorcados se les “conmutó”,
ridícula y cínicamente, la pena al comprobarse su inocencia.
Esos cinco
muertos son la razón de ser del 1 de mayo. Son mártires valiosos, no solo por
el simbolismo que encarnan para la clase trabajadora, sino porque sus actos
revelan hasta dónde es capaz de llegar la integridad y consecuencia humanas cuando
existe de por medio una conciencia de clase a toda prueba: a los cinco se
ofreció la posibilidad de pedir clemencia y cambiar su pena de muerte a cadena
perpetua, pero los cinco la rechazaron.
Eso es lo que se
conmemora el 1 de mayo. No es una fiesta ni una conmemoración alegre. Es la
oportunidad para no perder de vista que la conciencia de clase es algo que no
se tranza y recordar que podrán pasar siglos pero el patrón seguirá siendo
patrón, el banquero seguirá siendo banquero, y el obrero seguirá siendo obrero,
todos con sus contradicciones y divergencias que harán imposible verlos,
angélicamente, salir a la calle para conmemorar la fecha tomados del brazo.
La memoria de
esos cinco mártires obreros exige el compromiso histórico de la sociedad
entera, no solo de los trabajadores, de reivindicar la lucha que persigue y
consigue hacer algo en función del bien colectivo; exige no olvidar que son las
nuevas ideas, los nuevos retos y las nuevas demandas las que movilizan a los
colectivos a lograr algo; y que la conmemoración de una fecha a la que se ha
atado -de manera perversa y conveniente- un discurso sindical viejo, inmutable y
extemporáneo, no es más que una reunión vacía, inútil y falaz.
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