El populismo de la demagogia


Ha llegado ese momento en la campaña electoral en que los candidatos apelan a los sentimientos más básicos de la ciudadanía, en un esfuerzo por conquistar ese elusivo voto indeciso. De a poco vemos cómo las estrategias de campaña de los iluminados del marketing político van cuajando; a los candidatos se les entrega una carpeta de palabras clave y recomendaciones para afinar su imagen. En efecto, el arte del marketing político se ha tecnificado en años recientes de tal forma que las campañas de antaño que ofrecían “Pan, techo y empleo” ya no bastan para satisfacer la demanda, muy legítima, de la población de tener representantes experimentados, serios y probos. 

A pesar de la tecnificación, las campañas terminan recurriendo a los elementos más burdos de nuestra cultura política al asumir que la ignorancia y el estómago son el núcleo de las decisiones políticas. El temor, por ejemplo, es el recurso más elemental que los aspirantes a la presidencia utilizan para conquistar el voto. Otro recurso es la ira, pues con promesas de castigo y revanchismo se espera despertar a esa ciudadanía adormecida por la politiquería y con esa furia llevar a que el electorado vote visceralmente más que con la cabeza. En la precampaña los candidatos están dando a conocer sus propuestas y por la naturaleza del juego, lamentablemente realizarán promesas que no pueden cumplir o que, en el mejor de los casos, requieren de reformas institucionales profundas para llevarlas a cabo, pues en esta campaña el desconocimiento (voluntario o no) sobre el orden constitucional vigente es horroroso.

Ahí es cuando entramos en disquisiciones conceptuales y a pesar de que el término “populismo” ha adquirido un contexto peyorativo, los candidatos utilizan este recurso con astucia sin importar las consecuencias de lo que se promete. Es natural, pues en el Ecuador la práctica populista ha sido la preferida de actores políticos de izquierda y de derecha durante todo el siglo XX y principios de siglo XXI. La naturaleza demagógica de las ofertas de campaña apela al sentimiento de reivindicación y protección de la población más vulnerable. Casi en términos paternalistas, la oferta populista ecuatoriana se vuelve una suerte de promesa de representación justa, de apadrinamiento y de redención, si se quiere, de los más pobres. El populismo en el Ecuador y regionalmente también ha significado un rechazo a los partidos políticos tradicionales y la “lucha” contra las clases dominantes. Resulta irrisorio que representantes de las clases dominantes utilicen estrategias populistas y más paradójico aún, que las clases populares se convenzan que alguien de esos sectores velará genuinamente por sus intereses.

Hoy nos encontramos con candidatos de derecha liberal, derecha conservadora y centroizquierda ofreciendo, literalmente, el oro y el moro y usando para ello la demagogia más burda y mezquina. La utilización de estos recursos implica que los candidatos asumen que la población es lo suficientemente ignorante para no darse cuenta que sus ofertas son irrealizables o que, en su defecto, son promesas que no tienen la menor intención de cumplir. Lo terrorífico de todo esto es que no se sabe cuánto un candidato en realidad cree en lo que dice o si únicamente lo dice a fin de conquistar votos. Sea cual fuere el caso, la demagogia se ha implantado fuertemente en las ofertas de campaña para estas elecciones en detrimento de propuestas alcanzables, constructivas y pragmáticas.

Lo cierto es que cualquier candidato que gane las elecciones sea oficialista u opositor, sufrirá una tremenda deficiencia de capital político que le impedirá emprender una transformación institucional “refundacional” como ciertos candidatos proponen. La Asamblea Nacional se parecerá a los antiguos congresos con mayorías fluctuantes e inciertas, sujetas al vaivén del tongo y el inefable hombre del maletín. No hay evidencia alguna de que alguno de los candidatos actuales tenga el apoyo popular contundente necesario para garantizarle un “mandato popular” que permita implementar un programa de gobierno libremente y sin obstaculización. Dios nos libre, tocará negociar. 

En este aspecto incluyo también al candidato oficialista pues tendrá que saber que las grandes mayorías que una vez logró Rafael Correa en la Asamblea Nacional no las logrará nadie más, mucho menos un candidato de oposición como los que se presentan actualmente. Lo digo porque el candidato de oposición de mayor nivel de intención de voto no supera el 22% aún en encuestas propias. En definitiva, el escenario actual no es el óptimo para un candidato que entra prometiendo grandes cambios. Simplemente no existirán las condiciones políticas para hacerlo. ¿Entonces qué se nos avecina? En caso de no lograr mayorías y un mandato, nos podemos acostumbrar a la obstaculización permanente, a la ingobernabilidad y a la dispersión política que conocimos a fines de los años 90.

La convocatoria a una Asamblea Constituyente como las que proponen Guillermo Lasso, Cynthia Viteri o Paco Moncayo, por ejemplo, son inviables pues requerirán de grandes mayorías para reescribir la Constitución a su gusto. Para ello necesitarán de consensos y esa condición es imposible de alcanzar si parten de la lógica equivocada de que lo único necesario para vencer al correísmo es el anticorreísmo. La lambada política en la conformación de coaliciones ya demostró que las ambiciones y los intereses particulares priman, aún por encima del repudio a Correa.

Un  error estratégico que cometen los iluminados es asumir que toda la población piensa de forma unitaria y no distinguen los matices de indefinición que hoy se leen como “apatía”. En el papel, lo que hoy conocemos como indecisión está conformado por una gama multifacética de opiniones y sentimientos que se irán definiendo en la medida que los candidatos logren establecer sus posturas y convencer al electorado que su oferta ofrece las mejores opciones para su porvenir.  

Los candidatos de oposición asumen que la población reaccionará visceralmente si únicamente logran demostrar lo nefasto que, en teoría, ha sido este gobierno y sus participantes. Ese es un error porque al ser el Ecuador un país tan pequeño, no hay nadie que no tenga un conocido o haya participado personal e indirectamente en este gobierno. Los mismos actores de oposición se han beneficiado de una manera u otra de contratos, consultorías, servicios, etc., por lo que se vuelve muy difícil pintar el escenario de los buenos contra los malos que tanto han pretendido los Páez de este mundo. Aquí nadie se salva, todos se salpicaron. Es imposible no haberlo hecho en algún momento durante los últimos 10 años pues el Estado ha sido el mayor contratista.

A ese error se suma otro: el desconocer intencionalmente la existencia de un apoyo sólido al oficialismo, disminuido ciertamente, pero no derrotado y definitivamente más consolidado que el de otras tiendas políticas que hoy buscan reemplazarlo. Es decir, la oposición ignora que requiere los votos de las personas que en algún momento fueron o siguen siendo correístas para lograr  sus objetivos. Por lo tanto “criminalizarlos” antes de pedirles su voto es equivalente al suicidio político. Adicionalmente está el problema de la catástrofe que nunca llegó. Me refiero a la crisis apocalíptica que pregonaban los actores políticos. Resulta que el país ha superado la peor parte de la crisis y lo logró con un poco de ajuste a la calidad de vida pero no con los sacrificios inmensos que implicaron las crisis de décadas anteriores. Es decir, la población ya se dio cuenta que la situación crítica no fue tan mala y de hecho se vuelven a apuntalar la confianza, el optimismo y la seguridad. Ante todo, la ciudadanía quiere estabilidad.

Es innegable que la corrupción es un problema endémico ecuatoriano y no tiene ideología o tienda política en particular, un problema que el país ha tenido siempre. No lo digo yo, lo dicen los miles de informes de las agencias multilaterales que han emitido al respecto durante décadas. Por este motivo los candidatos deberán ofrecer soluciones más que perseguir la corrupción pues no existe garantía alguna para el elector que su gobierno no sea igual o peor que otro. Adicionalmente la descalificación de la inteligencia del electorado es peligrosa porque asume que la ciudadanía no distingue entre la mentira y la realidad, entre la demagogia y lo pragmático o entre lo ideal y lo real. Me encantaría pensar que estos últimos años de estabilidad institucional han servido para que la ciudadanía adquiera cierta madurez democrática y pueda reconocer a un charlatán cuando lo vea.

Con la demagogia a flor de piel, las ofertas de campaña en su mayoría no atienden las necesidades reales de la población o las raíces de los problemas que buscan resolver. Este es el caso, por ejemplo, del millón de empleos que ofrece Guillermo Lasso. Los iluminados que asesoran a Lasso le deben haber informado que una preocupación recurrente en los sondeos es el desempleo. En un momento de contracción de la economía, el empleo se ha visto afectado y por ende la recomendación es ofrecer empleo sin decir exactamente cómo hará realidad aquello. Lasso ha presentado su candidatura como la del empresario experimentado que sabe cómo crear empleo, por ende la población debería confiar en él para hacerlo realidad. 

Sin embargo, al observar detenidamente su propuesta de gobierno vemos que no ofrece crear empleo sino que propone otorgar todas las facilidades al sector privado en materia de incentivos tributarios (deducciones del doble del impuesto a la renta) o exenciones a fin de que sea este sector el que asuma la carga de la generación de empleos. Lasso propone la contratación de beneficiarios del Bono de Desarrollo Humano en el sector privado a cambio de estos “beneficios” para el empresariado. La maña está en que se pretende reducir los costos de mantenimiento del Bono de Desarrollo Humano al reducir la base social de sus beneficiarios y canalizarlos hacia el sector privado. Pero hay que tomar en cuenta que esas personas tienen poca formación, capacidades técnicas o experiencia laboral, lo que los convierte, a priori, en incontratables. A lo sumo, se presume que el rango de empleo formal al que pueda acceder este segmento de la población sería de bajo costo y generalmente en el área de servicios. 

Adicionalmente Lasso ha propuesto la reducción del salario mínimo para crear dos rangos de empleados: empleados que recién ingresan a la fuerza laboral con un sueldo básico reducido y empleados que ya vienen  ganando el salario mínimo actual. Además de constituir una forma de discriminación, implicaría una violación clara a los derechos laborales estipulados en la LOSEP y el Código Laboral, por lo que esta medida requeriría de reformas a ambas leyes al igual que a la Constitución. Pero Lasso ni se entera.

Cynthia Viteri también ofrece crear empleo: 800 mil plazas y no el millón de Lasso, pero además incrementar el salario básico y los sueldos en general. Dice que reducirá los costos para las empresas pero tampoco señala cómo lo hará. Moncayo, en materia de empleo, promete reactivar el sector productivo y establecer la reforma agraria, algo que no se ha logrado en 40 años. El general se embarca en esa propuesta con el apoyo de sus aliados en el MPD y Pachakutik que buscan la ley más confiscatoria y violatoria del derecho a la propiedad privada que jamás se haya visto. 

Y si de demagogia hablamos, los iluminados también han apostado por ese revanchismo visceral que promete desmantelar al Estado actual para inventarse algo completamente nuevo y pulcro. Como si la Asamblea Constituyente del 2008 y sus bondades fueran algo fácilmente descartable. Lasso, Viteri y Moncayo prometen desaparecer al Consejo de Participación Ciudadana, la Secretaría de Comunicación, la Superintendencia de Comunicación y el SENECYT entre otras, pues más allá de considerar que las mencionadas instituciones son insulsas o no, los candidatos se olvidan de la función que cumplen y no ofrecen propuesta alguna para reemplazarlas. De tal forma que los tres candidatos prometen reducir el tamaño del Estado a alrededor de 12 ministerios y secretarías sin considerar que ese aparato burocrático que detestan tiene funciones especificas dentro del marco de un sistema de planificación nacional. Que la oposición considere a ese sistema como centralista y superfluo es irrelevante frente a la realidad de que estas instituciones han sido creadas para cumplir, complementar o implementar ciertos ejes de un programa de gobierno concreto, uno que ya lleva 10 años de vigencia.

Emitir juicios de valor sobre los logros efectivos o lo fracasos de esas instituciones no es tarea de un candidato sino de equipos técnicos preparados que evalúan la pertinencia técnica y política de su permanencia. No se considera siquiera el impacto político, económico o social de dejar en el desempleo a alrededor de 200 mil funcionarios públicos pertenecientes a la clase media ecuatoriana o cuánto le costaría al Estado la indemnización de semejante número de funcionarios. Las promesas de revanchismo ofrecen limpiar la casa y depurar al Estado del “parásito” del correísmo pero se ignora por completo la institucionalidad que ha permitido que la gente ingrese al servicio público y que esta inserción ha dinamizado a la clase media ecuatoriana. En sus delirios de revancha, los tres candidatos no explican cómo distinguirán entre funcionarios afines al gobierno y los que no lo sean. Será una depuración indiscriminada, una cacería de brujas.

Demagogia está en la promesa de solventar todas sus ofertas con inversión extranjera como si instantáneamente la inversión y los acuerdos comerciales se concretarían, particularmente en casos como EE.UU. cuyo presidente electo, Donald Trump, ha prometido un proteccionismo salvaje e, incluso, el cierre de acuerdos comerciales vigentes como el TPP o el TLCAN. ¿Cómo garantizan Viteri, Moncayo o Lasso que las potencias mundiales quieran o estén en condiciones de asumir dichos acuerdos en esta coyuntura global? Jamás podrán cumplir su oferta pero ahí están ante los medios de comunicación prometiendo exactamente eso.

No es casualidad que los candidatos digan lo que creen que la ciudadanía quiere escuchar. Sin embargo, sí está en la ciudadanía discernir y filtrar la demagogia de la oferta genuina y realizable. Está también en la ciudadanía informarse adecuadamente de varias fuentes sobre las ofertas de los candidatos. Pero si hay algo fijo y universal para todos los candidatos es que si suena demasiado bueno para ser verdad, es demagogia pura y dura.

Por: Mateo Izquierdo
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1 comentarios:

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William Peñaherrera
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11 de diciembre de 2016, 16:28 delete

No me imagino como tan fácilmente este borrego mezcla los "juicios de valor" para ni siquiera mencionar la crisis irrefutable, corrupciòn purulenta del correismo, sus secuaces y trolls....pero si despreciar las ideas (acertadas o no) de los otros candidatos... el fan del gobierno indica que grupos de especialistas deberìan evaluar al gobierno y no los candidatos.. ridìculo todos acá sabemos como están costosas las cosas...y la corrupción mucopurulenta en todas las instancias de este inefable correismo corrupto

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