¿Que por qué exijo la consolidación de la Revolución Ciudadana?


Sara Torres

Hace más de una década, la historia del Ecuador era caótica; éramos un país “ingobernable”, en palabras de mi madre y del ecuatoriano promedio. Entonces, mi familia estaba poco comprometida con la discusión política diaria. Nunca, excepto en la revuelta que ocasionó la salida de Abdalá Bucaram, nos convocamos para “botar” presidentes. Tengo muy clara la imagen de mis familiares adultos vestidos de negro, y recuerdo que aun a los más pequeños de la casa nos colocaron unos listones de ese mismo color, para gritar la consigna “que se vaya el loco” por el Centro Histórico de Quito. Ya en la caída de Lucio, no salimos a ninguna movilización; solamente desde el balcón de mi casa apoyábamos a los forajidos que cada noche caminaban por el sur de la ciudad.

Pese a esta relativa distancia de la política -no perdimos dinero en el feriado bancario y mis papás se quedaron haciendo fuerza y trabajando aquí mismo- la inconformidad también trascendió a nuestras cuatro paredes. Sobrevivíamos con salarios miserables y casi siempre extemporáneos que ganaban mis padres como maestros. Nunca vivimos en la opulencia pero, mirando las cosas en retrospectiva, creo que mi mamá hacía “milagros” con las minúsculas mensualidades que ambos recibían. Sin embargo, estábamos conscientes de que había gente que moría sin atención médica por falta de dinero y que no todos tenían educación garantizada, como mi hermana y quien suscribe.

Mi formación secundaria transcurrió en un colegio público y es ahí donde entendí que las cosas en mi país no andaban bien y que la ingobernabilidad de esa época se debía, justamente, a las extremas diferencias sociales. Ahí tuve compañeras de aula cuya alimentación y movilización dependía de lo que el colegio, con los escasos fondos que recibía del Estado, podía ofrecerles.

Inicié mi primer año de universidad en el 2006, poco antes de la Revolución Ciudadana. Ya con Rafael Correa como presidente, tuve que optar por un crédito educativo en una institución con una estructura todavía endeble, por la ridícula importancia que año tras año le daba el Estado a una entidad como ésa.

En esos años, mi familia ya se había politizado.En la mesa, en los paseos, en casi todos los espacios se generaban discusiones –a veces acaloradas- sobre el nuevo proceso que vivía el país. Un día, mi papá me cuestionó por la defensa acérrima que yo promovía hacia el gobierno, llevada incluso a la confrontación familiar y al repentino abandono de la mesa y de la casa de la abuela, epicentro de las reuniones de domingo. Sus palabras, casi textuales, fueron: “¿Qué te ha dado el gobierno?”. Y, claro, quizá lo decía porque ni siquiera pude gozar de la educación gratuita, aprobada con la Constitución de Montecristi; para acceder al crédito educativo,esquivé varios inconvenientes; el ‘boom’ de becas inició una vez culminados mis estudios superiores; hasta ese momento, yo no había requerido mayor atención médica, que para entonces ya era gratuita; la construcción de las carreteras apenas había empezado; y tampoco era parte de la restructuración del Estado que devino en el crecimiento del aparato burocrático.

Lejos de repensar mi apoyo al proceso, lo afiancé. Comprendí que el fin de respaldar un proyecto político no es recibir un crédito particular; que las políticas que en ese momento se llevaban a cabo, así como la dura confrontación entre el Presidente, los grandes grupos de poder y los países hegemónicos, eran necesarias para la construcción de un nuevo Estado. Ése que había empezado a asumir sus responsabilidades; que empezaba a regular sectores que no tenían control y que se “feriaban” los recursos públicos; que empezaba a construir políticas públicas y normativas de gran importancia; que empezaba a promover una participación real, no la entelequia que propugna la democracia representativa.

Por primera vez, un gobierno que entendía que para lograr equidad había que partir por la reconstrucción e institucionalización total del Estado y lo que aquello implicaba. Un gobierno que -por primera vez- se acercaba a las bases sociales para conocer sus necesidades básicas y que, para ello, fomentaba la redistribución de la riqueza.

Un gobierno que priorizaba la educación, la salud; que aceptaba la complejidad de los retos que asumió, porque lo más difícil era cambiar la mentalidad de quienes se dicen ecuatorianos pero no están dispuestos a condicionar un ápice de sus beneficios. Y no me refiero a los grupos económicos y políticos, sino al ciudadano común.

Ciertamente es necesario comprender que la gran cantidad de obra social y la atención a sectores que por décadas recibieron limosnas de fundaciones y, en el mejor de los casos, del Estado requerían –y requieren- no solo de recursos económicos (de los que sí gozaban otros gobiernos, nunca fuimos un país pobre), sino de la voluntad política de hacerlo. No solo son, es carreteras, es educación, es salud, pero sobre todo el camino es el cambio cultural.

Han pasado siete años de este proceso. En este tiempo tuve un problema de salud repentino y emergente que me obligó a usar el sistema de salud pública. Y así, las circunstancias me convirtieron en un beneficiario directo de las políticas de Estado. Tengo también miembros de mi familia, la que aún me sigue refutando el apoyo a este gobierno, que también se han convertido en beneficiarios directos.

La complicación de mi problema requería un tratamiento en un centro médico especializado. Sin transferencia del sistema público a ese hospital privado –que hace años no se hacía- yo habría tenido que cubrir una cuenta de aproximadamente 15 000 dólares, cantidad que no disponía. Mi tratamiento aún continúa y la deuda seguiría creciendo. En cada visita al hospital encuentro que un gran porcentaje de pacientes pertenecen al sistema público de salud, ya sea vía el Ministerio de Salud o el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social. La mayoría, sin recursos económicos suficientes. Madres o padres, a veces cabezas de familia y en condiciones económicas complicadas, deben abandonar sus trabajos para cuidar a sus familiares. Pero, de acuerdo a sus necesidades, reciben doble retribución del Estado: una compensación económica (Bono Joaquín Gallegos Lara); y, además, saben que sus otros hijos tienen asegurados los tres niveles de educación y también la atención médica.

Con todas las deficiencias, que evidentemente aún persisten, y con todos los errores, que indudablemente se han cometido, me niego a que este proceso termine sin que se consoliden los cambios necesarios. Me niego, porque todavía no existe un cuadro político que garantice continuidad y fortalecimiento de las políticas, sobre todo sociales. Me niego, porque mientras quienes piden coherencia en el gobierno, tranzan con actores políticos cuestionados y corresponsables de la ingobernabilidad tan mencionada en épocas previas a esta. O su único aporte es protestar sin una propuesta clave bajo el brazo. Me niego, porque solo entre el 2007 y el 2012, la pobreza en Ecuador se redujo un 10,3% y la pobreza extrema descendió un 6,9%, según el Banco Mundial. No por mí, ni por mi familia, más politizada que en cualquier otro momento, sino por quienes no han tenido nada y, apenas hasta hace siete años, han podido acceder a los derechos más elementales.

No obstante, también creo que es ineludible reformular varios aspectos al interior del gobierno, repensar los fundamentos de este proyecto político –especialmente recordar que inició como un Acuerdo País y es inexorable tender más puentes de diálogo-,asumir otros temas pendientes, alcanzar mayores niveles de equidad económica y profundizar el control de la corrupción aún existente, entre otras cosas.
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