Algunos lineamientos sobre la legitimidad de la Protesta Social, a raíz de los hechos del 17 de septiembre


Por Mateo Izquierdo

Introducción

Empiezo la siguiente diatriba por plantear mis percepciones a manera de antecedente a los hechos recientes en nuestro país. Sin declararme a favor o en contra de algún grupo o actor en particular, parto por aclarar que pienso que todos los grupos tienen puntos válidos por defender. Y asumiré, por esta ocasión, que todos tenemos al menos un objetivo común: el de velar por el bienestar de nuestro querido país. Salvo los ejemplos evidentes, en los que existe un interés particular y que jamás han llevado o llevarán a algún nivel de conciliación.

Creo que hemos llegado, como país, a un punto de inflexión, en el que el malestar que sienten algunos grupos está llegando a un nivel de ebullición peligroso. Esto sucede, a mi criterio, porque no existen, desde el ámbito público o privado, canales de desfogue de las demandas y reivindicaciones sociales. Las actitudes conciliadoras han sido subyugadas a intenciones absolutistas de eliminación del supuesto enemigo; cuando en democracia no deberían existir enemigos sino opositores. La gobernanza, como tal, implica que grupos de opositores puedan mediar sus posturas en conflicto, y negociar a fin de encontrar al menos algunos puntos de acuerdo, para obtener el mejor beneficio para todos. Ése es el ideal, sin embargo, la realidad es otra. No estamos en guerra, al menos yo aún no creo estoy en guerra. Si se llegase a amenazar mi bienestar, el de mi familia o el de mis amigos, otro sería el cuento. Asumo que otros pensarán igual. No propongo el individualismo absurdo, pero si promulgo la auto preservación. Esta es la herencia de años de que el privilegio garantice el porvenir. La justicia es para los de poncho se suele decir.

¿Democracia Criolla?

Comienzo por admitir que no creo que en Ecuador hayamos vivido en democracia. Al menos no la que proponen la recetas occidentales, sino una propia más folklórica. Si analizamos las recetas típicas del sufragio libre, elecciones limpias y transparentes, participación ciudadana, etc. Hemos cumplido con algunas y con serios bemoles.  Nuestro sistema político y de representación siempre ha sido frágil y poco representativo. La institucionalidad de estos poderes, como otros poderes del Estado, ha sido maleable. Por múltiples factores, no ha podido cumplir con los objetivos para los fueron creadas: Velar por el bienestar de la población y, en la medida de lo posible, garantizar su progreso. Si miramos, los partidos políticos nunca fueron partidos como tales, sino grupos de interés corporativos, que respondían a caciques, más no a actores políticos capaces de encarnar las reivindicaciones de la sociedad. Al tratarse a sí misma como una democracia “incipiente”, se ha dudado de la capacidad de la población para decidir por sí sola su porvenir. Las mayorías y las minorías han sido relativamente inconsecuentes.

Al tener una institucionalidad débil, el desenvolvimiento pleno de la gobernabilidad era imposible, la crisis de representación de la década entre el año 96 y 2006 es el mejor ejemplo de aquello. Se daba un vacío de poder abismal en el que lamentablemente cualquiera con un poco de influencia y ‘ñeque’ podía subir al poder. Fue un círculo vicioso con resultados  nefastos, que todos recordamos con amargura.

En referencia a los actores políticos de oposición actuales, se califiquen de derecha o izquierda, creo que ninguno cumple con los elementos necesarios para lograr la gobernabilidad democrática tan “deseada”. No cumplen con los requisitos, porque ninguno ha demostrado la capacidad de salir de su espacio de influencia para pensar en lo que pudiera beneficiar al colectivo mayor. Esto implica tener la posibilidad de tranzar, de ceder, de negociar y de liderar con prudencia. Hasta ahora, no he visto actor político alguno que cumpla estos requisitos con autoridad y, más aún, con legitimidad.

Creo además que grupos de interés han fungido como actores políticos, y han incidido en la percepción pública (positiva o negativa) acerca de la Vida Política del país. A este shampoo de grupos incluyo a la prensa y a algunos periodistas que efectivamente han distorsionado los hechos, para favorecer a sus empleadores. Esto no es falacia ni es invención abstracta. Fue cierto durante el gobierno de Febres Cordero, y ciertas acciones autoritarias de ese régimen. Quién no recuerda los tanques afuera de la Corte Suprema, el trucutú y la tortura de opositores supuestamente insurgentes. ¿La prensa de aquel entonces mostró eso eventos con imparcialidad? Fue cierto durante el gobierno de Borja, durante las movilizaciones indígenas más grandes que había presenciado el país. ¿La prensa mostró imágenes de las mujeres y niños durmiendo en los pasillos de las iglesias durante semanas? Igualmente, fue cierto durante el gobierno de Durán Ballén y la guerra del Cenepa. ¡Ni un paso atrás! Fue el lema. ¿Acaso la prensa mostró imágenes de los camiones llenos de jóvenes que habían sido recogidos en redadas en camino a Tiwintza? Doy ejemplos sueltos, los lectores recordarán otras omisiones de la prensa en su “imparcialidad” parcializada.

Sin embargo, en mi humilde opinión, el peor declive de los medios fue durante el periodo de ingobernabilidad que duró desde la salida de Alberto Dahik hasta la llegada al poder de Rafael Correa. Me refiero a esta década, porque fue cuando la prensa más aupó, alcahueteó y manipuló, para servir a intereses ajenos al interés colectivo. Fue, además, una época de extrema precariedad jurídica, debido a que cada acto desestabilizador se llevó a cabo justificando una inconstitucionalidad tras otra, bajo el paraguas de la “democracia”. Farfullas.

La ingobernabilidad a la que llegamos como sociedad llegó a su clímax con la expulsión de Lucio Gutiérrez. No obstante, siempre he sostenido que Gutiérrez cae por haber sido un mandante débil, que perdió apoyo de las grandes oligarquías serranas y costeñas, más allá de haber sido echado por 10 mil quiteños aquel abril. Fueron los grupos de poder que quitaron su apoyo a un gobierno tambaleante, coadyuvados por la falta de confianza de la cúpula militar. Esto fue un síntoma, principalmente, de un sistema político y de partidos frágil más que de un reflejo del malestar de la población. “Quito bota presidentes”, decían. Quito no ha botado un sólo presidente. Quito ha servido de carne de cañón para los grupos de interés de turno.

La Democracia en el Gobierno de la Revolución Ciudadana

En un inicio, se vio cómo la población estaba dispuesta a tolerar cierto nivel de imposición por parte del Gobierno de la Revolución Ciudadana. El autoritarismo, no olvidemos, por lo general llega al poder con el beneplácito de las masas, so pretexto de sacar la maleza del pasado. El totalitarismo llega a la fuerza, y bajo imposición absoluta. No comulgo con la opinión de que estamos en un gobierno autoritario, empero, y por lo antes expuesto, dudo que la institucionalidad democrática se ha consolidado plenamente. Las entidades existen, las Leyes las apoyan, sin embargo, no creo que haya aún un partido político que no sea dependiente de la figura de su máximo líder: que haya democracia interna real; o que se haya contemplado profundamente la participación ciudadana, la veeduría y el control social.

Cuando llegó Correa, lo que se percibía como “mano dura” en ciertos ámbitos fue bien visto por una mayoría real. Es cierto que pasaron décadas antes que un gobierno tome en cuenta cada localidad del país y sus particularidades. Es cierto que existió por décadas una burocracia espeluznante que frenó el verdadero servicio al público. Fueron las falencias de la centralización excesiva que vivió el país durante el siglo XX. Al llegar el Correismo, hasta me aventuro a decir que la gente estaba dispuesta a ceder algo de sus derechos (algunos argumentarían que nunca los tuvieron), para que este gobierno limpie la casa. Cualquier cosa era aceptable, con tal de que se elimine del imaginario colectivo las imágenes de miles depositantes llorando afuera de los bancos; banqueros fugándose del país con el beneplácito de la justicia; Subsecretarios disparando revólveres a la calle en el Ministerio de Bienestar Social; mandatarios escapando en avionetas; diputados peleando en los pasillos del congreso. Imágenes que quedaron grabadas en nuestra psiquis, pero que además formaron nuestra  percepción colectiva de un sistema político decadente y poco representativo. No olvidemos que al 2014 Correa había ganado 7 procesos electorales diversos y con grandes mayorías. Apoyo popular existe y existió.

Antes de Correa, el sistema de partidos había colapsado. El Estado había dejado de cumplir con las más mínimas funciones, mucho menos atender las necesidades muy reales, como son la erradicación de la pobreza o desnutrición. En ese descalabro institucional, no hubo figura alguna, desde ningún sector, que tuviera la capacidad de aglomerar estas demandas de la sociedad ecuatoriana, y a su vez hacerlo con autoridad. Me atrevo a decir que ningún actor político tuvo la perspicacia de pensar en un proyecto de gobierno amplio y transcendental. Entre los contendores de Correa aún no lo hay.

Ebullición Social y el 17 de Septiembre

Las manifestaciones que se llevaron a cabo el día 17 de septiembre de 2014 son importantes, porque marcan un principio. Es la primera vez que actores de derecha como de izquierda pueden unir fuerzas, al menos por ese día, para ventilar sus molestias con este gobierno. Es la percepción de que ciertas políticas, que se han implementado por parte del gobierno, han sido impositivas y están coartando derechos, de acuerdo. Creo, de cualquier forma, que muchas de las medidas adoptadas por el gobierno actual han sido necesarias, al pensar a nuestra democracia como una democracia incipiente. Tal vez se podían llevar acabo de otra forma, de una forma más conciliadora y consecuente con la inclusión de los múltiples sectores que creen merecer participar de la toma de decisiones. Tal vez, habría servido ser más conscientes de la necesidad de establecer acuerdos programáticos de largo aliento, aún con actores de oposición y de derecha, y ceder.

Sin embargo, los actores que se quejan amargamente de que estamos en una dictadura, no vivieron en Argentina en los años 80; no conocieron Chile en los mismos años. En Bolivia, tanto Banzer, como Paz Estenssoro (derecha e izquierda) persiguieron y torturaron a opositores, en los años 70 y 80. En Uruguay, Brasil y Colombia, hubo desaparecidos y actos de violencia inimaginable para el común de los ecuatorianos. No quiero comparar “violencias”, porque surgieron bajo distintos contextos históricos, pero esto no se asemeja a esos hechos. También estoy consciente de que no importa la realidad, lo que importa es la percepción. Y la percepción pública es la que es y se siente, se la vive día a día en la mesa y en el pasillo de la oficina. Cualquier gobierno consecuente, haría lo adecuado por apaciguar esas percepciones negativas, no ahondarlas.

Me parece que la memoria histórica de nuestra sociedad es deplorable, y eso también hace que nuestra democracia sea “incipiente”. Estaríamos dispuestos a permitir que lleguen al poder nuevamente actores que 20 o 30 años atrás tomaron medidas absolutamente destructivas, y que retrasaron al país en lugar de ayudar a su progreso. Nuestra memoria histórica está contaminada de percepciones, y esas percepciones nos llevan a tomar decisiones políticas extremadamente limitadas. ¿Cómo confiarle el voto a una población que en su mayoría es ignorante de los factores que le han empobrecido? ¿Cómo confiarles el voto a actores políticos que fueron directa o indirectamente responsables del empobrecimiento de la población y del descalabro de nuestro sistema político?

Son  preguntas difíciles de responder, particularmente para los que creen en la democracia y en los polos opuestos de la derecha y la izquierda. Tiendo a pensar que ha llegado un momento en el que debemos preguntarnos si aquella democracia idealizada desde la revolución liberal es adecuada para nuestra idiosincrasia política. Hasta ahora se ha comprobado que no. Pese a aquello, los cuestionamientos no se vuelven difíciles cuando descartamos la presunción de democracia, eliminando la pantomima, y aceptando que este sistema nunca ha funcionado, y por primera vez está empezando a funcionar, con evidentes falencias, pero ha funcionado al fin. Se han tocado los intereses de algunos grupos, es indudable. Sin embargo, creo profundamente que las ventajas y los logros como país sobrepasan las sensibilidades de algunos sectores.

Al margen de la creencia o no en nuestra democracia, es momento de buscar espacios de conciliación nacional. Es momento también de aceptar que existe cierta institucionalidad, que ya no permitirá la desestabilización normalizada de antaño. Esa misma institucionalidad es la que deberá garantizar que los procesos electorales sean adecuados, que la población pueda manifestar su malestar en las urnas, y -que si se llegara a un hostigamiento con el actual gobierno- confiar en que el sistema permita que la población decida por sí misma si quiere otros gobernantes.

De la manifestación social y otros demonios

La manifestación social, en este marco, es perfectamente aceptable, en cuanto cada sector debe tener la capacidad de expresar su angustia de forma organizada. Sin embargo, esa expresión jamás debe incidir en el pleno desarrollo de nuestra sociedad, y mucho menos buscar degenerar al caos. Ese caos ya lo sufrimos y lo sobrevivimos. Hemos superado el momento en el que un grupo, por justas que sean sus reivindicaciones, pueda probar los límites de nuestro sistema y desbaratarlo a gusto. Lo lamentable es que veo en algunos actores políticos la preferencia por la anarquía que al orden constituido, sin calcular las implicaciones, y sin considerar a los que se verían más afectados por ese tipo de desestabilización.

Me queda claro que hay actores políticos que preferirían descender al caos que ver al actual gobierno triunfar, en una suerte de destrucción mutua. Así nadie gana, pero al menos “no te permití ganar”. Esta postura siempre me ha parecido contradictoria porque asume que una vez que caigamos en el caos institucional, se podrá empezar nuevamente de cero. Esto implica asambleas constituyentes, nuevas constituciones, nuevas instituciones, nuevas autoridades y poderes del Estado. Eso simplemente no es tan fácil. Esta postura asume además que del caos pueden nacer la gobernabilidad, la estabilidad democrática y la institucionalidad. El caos sólo genera más caos, nuestro sistema político durante los años 80 y 90 lo comprueba.

La manifestación social cumplió un fin importante en un momento en que ciertos grupos se veían excluidos de la toma de decisiones y se afectaba directamente su desenvolvimiento pleno como ciudadanos. Cumplía la función de visibilizar injusticia y plasmar en el imaginario de la sociedad demandas de ciertos sectores que necesitaban ser atendidos por el Estado. Se refería directamente a la incapacidad del Estado de atender esas necesidades. La manifestación social buscaba establecer canales de comunicación y mediación con el Estado que no existían. Evidentemente hubo dirigentes tanto sindicales como indígenas que aprovecharon la dinámica de la caotización para obtener prebendas del gobierno de turno en una suerte de manipulación constante. Y es que los canales democráticos de mediación y negociación jamás existieron. Cuando en algún momento las reivindicaciones de estos grupos eran justas, el círculo vicioso de aquella relación perversa en la que descendimos como sociedad para atender estas demandas (muy reales por cierto), fue minando, no construyendo la institucionalidad.

Creo que la funcionalidad de la protesta se ha prostituido a tal nivel que es imposible recuperar su sentido original. Particularmente porque cómo sociedad estamos muy cercanos a superar la idiosincrasia del “Estado de Bienestar”. Esto ha devengado en una dependencia perversa del Estado y en la incapacidad de pensar en la política pública cómo algo más que la satisfacción de necesidades (básicas). Me preguntó: ¿sabrá la dirigencia sindical o la dirigencia indígena lo que propone la derecha referente  a la reducción del tamaño del Estado? ¿Sabrán lo que implica la disminución de la inversión social? Creo que no lo han interiorizado como debieran.

Por lo mismo, me parece que ciertos sindicatos y organizaciones dejaron de cumplir con la misión para la que fueron creadas hace mucho tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que la UNE o el MPD tuvieron una verdadera preocupación por el sistema educativo y tuvo propuestas coherentes de cómo mejorarla? Deben ser al menos 30 años, algunos dirían que nunca la han tenido. Pues sus acciones han sido más contraproducentes que beneficiosas.

Genuinamente pienso que se intentó atender a la mayor cantidad de demandas sociales posibles con la Constitución del 2008 y las Leyes posteriores. También considero que al hacerlo se toparon intereses de múltiples sectores que antes de la Constitución se beneficiaban, injustamente, de la falta de institucionalidad que existía. No se podía satisfacer a todos los sectores por igual, pero se pudo pensar en el beneficio más amplio para la mayor cantidad posible. Ese es un juego político más que ideológico, pues se debió pensar en beneficiar a la población más vulnerable sí, pero también en cómo mantener un nivel de aceptación de las clases medias y altas que permita alguna sostenibilidad de lo primero. La imposición no fue el error, era necesaria, el error fue asumir que los que no estuvieran de acuerdo preferirían la destrucción total del sistema antes que permitir que se le arrebaten ciertas prebendas.

Conclusiones

Las manifestaciones en Quito del 17 de septiembre esclarecen varias cosas: los grupos opositores tanto de derecha como izquierda, a fin de provocar la desestabilización, prefieren la unidad contra-natura de sus propuestas; la institucionalidad que se ha creado en torno a este gobierno es más fuerte que lo era en los peores momentos de nuestra decadencia de gobernabilidad; la oposición no cuenta con un programa de gobierno, mucho menos de gobernabilidad democrática, que pueda suplantar al presente proyecto.  

La policía, aquí o en Noruega, tiene la obligación de precautelar el orden y la estabilidad. Y tiene el derecho de utilizar las medidas que sean necesarias para garantizar ese orden, más aun cuando la única misión de la protesta es la desestabilización y el descenso a la anarquía. Ningún gobierno tiene porqué tolerar la provocación por parte de actores que pretenden eliminarlo. Uno simplemente debe buscar en youtube las imágenes de grupos anti motines en EEUU o Europa para comprender a lo que me refiero. Aquellos grupos anti motines actúan con brutalidad y nadie duda de que sigan siendo democracias o de que se hayan convertido en “tiranías”. Si el fin de la provocación de los manifestantes del 17 de septiembre fue pintar la imagen de un gobierno represor, no creo que hayan sumado a la percepción ya existente.

En un perpetuo juego de suma-cero, o en su defecto una victoria pírrica, me da la impresión de que las manifestaciones no tuvieron ganador. No existió porque nada cambió al día siguiente, nadie cedió, y la situación era igual. El malestar con el gobierno el mismo y el gobierno inmutable en sus convicciones, impositivas o no. El malestar puede que aumente si no se establecen canales de diálogo y mediación de los presentes conflictos. La intransigencia es insostenible. Pero por lo mismo, es necesario esclarecer quien quiere qué, y qué está dispuesto a hacer para lograrlo. Me parece que existen varios actores, particularmente de derecha,  que están dispuestos a permitir que las organizaciones sociales y de base de izquierda sirvan de carne cañón, de tropa si se quiere, para que cuando este gobierno esté lo suficientemente debilitado ellos salgan a pretender reclamar y retomar las esferas del poder que ya habían perdido.

De cualquier forma, este momento marca el principio de varias acciones que buscarán debilitar a este gobierno sin importar las consecuencias. Los grupos opositores se han obsesionado tanto con ese objetivo que no han considerado lo que implicaría recoger los pedazos de la incipiente institucionalidad que destruyan de lograr derrocarlo. Asumen que se podrá empezar de cero y se olvidan que eso ya lo hemos hecho con resultados cada vez más nefastos.








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