Carta abierta a Guillermo Lasso


La camisa con las mangas arremangadas no te luce. El desdén por la gente se te nota en el ceño cada vez que tomas un micrófono. Tus ojos lucen muertos y las patas de gallo no sugieren mejores días para el Ecuador sino indigestión. ¿Cómo es que nadie en tu séquito te lo ha mencionado?

El artificio de tus mítines no se traduce en clamor emancipador, aunque a Pinoargote le encantas. Los otros medios te tratan como el mal menor a pesar de haber preferido a otros. Esto debe ser doloroso para un guayaco de clase media tratando de ganarse el respeto de la alcurnia guayaquileña, la misma a la que has intentado penetrar desde hace 40 años. Cuando llegaste al escenario público hace dos décadas descubriste que la prensa, la política y las finanzas van de la mano y son territorios reservados únicamente para los poderosos. Los de abolengo ostentaban otras cosas más que solo la lujuria. Pero eres La Salle, no Javier. Y tú querías que los Estrada, Seminario, Aspiazu, Baquerizo Moreno o Ponce Luque te invitaran al Club de La Unión. Soñabas con que la Revista Hogar haga un mosaico de tu boda en las páginas sociales. Te colgaste de tu cuñado y trepaste. Desde muy joven demostraste tu hambre y querías ser tú el que los invitara al Club a ellos. Para ti el negocio y la acumulación siempre fueron lo más importante, pero no el fin en sí mismo. El fin era llegar a la cima y mostrarles a esos detentores del poder que uno como tú también podía. Dejarías la universidad con tal de seguir escalando, improvisarías tus capacidades en el camino. Ya eras “empresario” y pudiste, con gran premeditación, adquirir esas habilidades sociales que te permitieron mimetizarte.

Ganarte la Presidencia de la República es tu último escalón. El intento final por lograr el respeto de la alcurnia. Si ganaras las elecciones ya no podrían burlarse de ti. Estarían horrorizados pero no se podrían burlar del Presidente de la República. Tendrías el poder a tu disposición. Cuando viajes, lo harías en los aviones presidenciales que compró Correa y las FF.AA. te rendirían pleitesía y honores. Te rodearías de los mejores marketeros y estrategas y te escribirían discursos con citas de Hayek, Friedman, Reagan o el Eclesiastés.

Te muestras como un liberal moderno del siglo 21 pero tu entorno de acólitos apesta a nacional socialismo alemán de los años 30 y 40 del siglo pasado. Un tufo a elitismo monárquico, de ese que establece arbitrariamente y por “designio divino” que un puñado de gente es la elegida por Dios para ser superiores al resto, les brota por los poros con descalificaciones que develan un desprecio por la dignidad humana. ¿Has oído hablar de Josef Menguele? Por si no lo conoces, era un doctor  en el campo de concentración de Auschwitz apodado el “Ángel de la Muerte” que “cernía” seres humanos clasificándolos entre “normales” y “subnormales”, colocando entre estos últimos a quienes padecían algún tipo de discapacidad para encerrarlos en su laboratorio y practicar con ellos los más espeluznantes experimentos científicos como si se tratase de ratas. No traería este cuento a colación si no fuera porque entre tus amigos –sí, tu candidato vicepresidencial en la última derrota electoral que sufriste- Juan Solines, propone algo parecido a Menguele: encerrar en un laboratorio a una persona con discapacidad para someterla a exámenes que demuestren que es “normal” y así satisfacer su “preocupación” inequívocamente discriminatoria.

Pero hemos llegado a septiembre y el panorama no pinta bien. Tuviste un mes flojo entre varios meses flojos. Lanzaste epítetos y acusaciones, la clase política se encrespó, pero tu intención de voto sigue misérrimo, al menos con el segmento de la población que importa: el populacho. A pesar de haber practicado bien el discurso sobre los impuestos y el empleo, ves que no está cuajando y no entiendes por qué. La lógica que maneja tu círculo te reitera una y otra vez que esa campaña no puede fallar. Lo que beneficia a uno, beneficia a todos, te dirás. Bajar los impuestos beneficia a los que más pagan y la ciudadanía ya entendió que esa promesa de campaña viene con cariño para todos, pero con una porción extra para algunos. Y para esos tú eres su candidato, el que reducirá las normas a nada más que un procedimiento simple y aleatorio. ¿Por qué? ¿Para qué apoderarse del Estado sino para desmontarlo parte por parte hasta que no quede nada que estorbe? Tú hablas para esa nueva generación de indignados por la burocracia, esos que preferirían no depender tanto de ella y ser “libres”.

“Queremos un Estado que no joda” dices con alevosía, como si no supiéramos que eso implica reducir al Estado a su más inservible expresión, desmontándolo pedazo por pedazo hasta que no haya hueco burocrático que obstaculice el trabajo del empresario. Lo incomprensible es que ofreces empleo pero no dices cómo lograrías generarlo desde ese Estado al que pretendes desmantelar. Algo no cuadra. Salvo que lo que propongas sea que la empresa privada, una vez libre del estorbo del sector público, sea la única que genere todo ese empleo que prometes. Aun así, algo no cuadra y toda tu línea discursiva se acerca más a la demagogia anarco-capitalista que a una propuesta de política pública.

Y entonces, ¿qué harás hasta febrero?

Lo que tus acólitos no saben es que no es tan divertido ser multimillonario. En tus varias casas deambulas por los pasillos, seguido por un mayordomo, empleada o masajista, y probablemente se burlan de ti en la cocina. Casi de la misma forma que se burla de ti todo tú equipo de campaña. Estás perdiendo y tus obsecuentes súbditos ya han comenzado a dudar si va a haber “camello” después de febrero. Tampoco se han enterado que desde hace mucho tiempo no has podido confiar en ninguno de ellos porque no sabes si están contigo porque te admiran o porque tienes muchísima plata.


Mientras tanto, sigues incansable recorriendo el país. Es el trabajo más duro que has hecho en toda tu vida: caminar por los pueblos. Sales con tu camisa celeste de 150 dólares y tus mocasines de 300 a decirnos que la vida es insoportable. Tus empleados pagan a los asistentes para pretender entusiasmo cuando hables de cosas que ellos no entienden. Miras a la multitud y les dices cuánto se ha desperdiciado en estos 10 años, cuánto se ha desperdiciado en ellos. Y piensas que compaginan, que tal vez comparten tu angustia. Lo que no saben es que no estás en esto por un sentido de responsabilidad social. Ni siquiera saben que no es por enriquecerte, de eso no te falta. Lo que no saben es que estás en esto para mostrarle a esos del “buen apellido” que uno como tú también puede.

Por Mateo Izquierdo
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