Ese enigma llamado Colombia



Tras los resultados del plebiscito efectuado el 02 de octubre pasado en Colombia, a propósito de la aceptación o no del acuerdo de paz alcanzado por el gobierno de ese país y las FARC, el planeta quedó atónito. La confusión general ante la respuesta negativa de una porción del electorado colombiano dejó muchísimas interrogantes, poco optimismo ante el futuro y escasas pero pesadas certezas que no han terminado de ser digeridas por quienes, con conocimiento de causa o no, adelantaron conclusiones que no pasan de ser asertos expulsados desde lo visceral.

Ahora se dice, por ejemplo, que Colombia es un país dividido y que la imposición del NO sobre el SÍ en la consulta obedece a que durante los cuatro años de negociaciones con las FARC no se tomó en cuenta el criterio de la sociedad colombiana. Si esas dos afirmaciones no pasaran de ser el juicio antojadizo de uno que otro trasnochado, no perderíamos el tiempo en desmitificarlas por ser mentiras absurdas, pero han sido pronunciadas por líderes de opinión y periodistas que, con mala intención o ignorancia, dispersan ideas fijas completamente erradas.

Colombia, un país dividido. No puede haber tesis más mentirosa. Si quienes sostienen eso tuvieran algo de curiosidad o una pizca de buena fe tendrían que, al menos, corregir la oración sino replantearla absolutamente. Se puede hablar de división, sí, pero en apenas un 37% del electorado de ese país. Según la Registraduría colombiana, 34.899.945 colombianos estaban habilitados para votar y apenas 13.053.364 acudieron a las urnas. En 22 años no se había registrado un nivel tan alto de ausentismo en las elecciones de ese país. ¿Cómo se puede afirmar entonces, de forma tan desubicada o perversa, que aquella nación “está dividida” si más de 21 millones de colombianos se quedaron en casa y no se molestaron en votar?

Ese solo dato motiva un giro en el análisis de lo que está pasando en Colombia. Podríamos comenzar, por ejemplo, señalando que el meollo del asunto no está en que estamos frente a una sociedad dividida en torno a un tema específico sino, más bien, en que el sistema político colombiano es tan elitista, arcaico (nada más aburrido que el bipartidismo colombiano) y está tan alejado de su sociedad y sus demandas que no es capaz de generar sino apatía. En esas circunstancias, un ingrediente como la institución del voto voluntario que rige en aquel país no puede ser sino volátil y estallar como lo hizo el domingo pasado, pero no en la cara de Santos o la de las FARC, sino en la de la población entera que hoy ya no sabe lo que sucederá mañana.

En esas condiciones, ¿qué podemos esperar de un evento más volátil aún como el de un plebiscito? ¿Cómo pretender pronunciamientos vinculantes y sólidos de una sociedad que no cree en sus instituciones y en sus políticos, y que como único recurso del que dispone a mano para expresar su rechazo -como vemos- es, justamente, su indiferencia y resistencia a pronunciarse? Obviamente, decir esto resulta un sacrilegio pues estamos hablando de una de las “democracias modelo” en el continente.

Cualquier análisis que se haga soslayando el peso del ausentismo electoral colombiano en el plebiscito es, por decir lo menos, sospechoso. Sí, como sospechoso es el afirmar que quienes lideraron la opción del NO fueron marginados de participar en las conversaciones de paz. La propia canciller colombiana, María Ángela Holguín, ha señalado indignada que el presidente Santos mandó muchos mensajes a Uribe para que formara parte del equipo negociador y planteara sus argumentos. “Pues es muy fácil decir hoy en día que nunca se lo oyó cuando tampoco quiso nunca sentarse”. Eso es lo que no dicen, ha afirmado Holguín.

Igual de sospechoso es que ahora se posicione al zar de la guerra, Álvaro Uribe, como un tercer actor preponderante en un diálogo que antes fue de dos (el Estado colombiano y las FARC). Audaz como él solo (en el sentido más despreciable de la palabra), Uribe se arrogó –aupado fuertemente por las corporaciones de medios de comunicación colombianas e internacionales– un rol tan protagónico como el del propio Estado colombiano.

¿Cómo es que un político tan cuestionado y defensor de la línea guerrerista y sin concesiones se encaramó tan alto en medio de estas circunstancias? ¿Por qué ese “premio” a un político que no representa sino al 18.5% de todo el universo del electorado colombiano y no al 50.2% como mentirosamente se dice? ¿Cómo es que un exgobernante águila con cientos de muertos en el armario y autor intelectual de masacres tan aborrecibles como las de la guerrilla (no olvidemos los cientos de “falsos positivos” que están detrás de su macabra figura) se transformó ahora en el adalid de la justicia para reclamar castigo a los guerrilleros al tiempo de ocultar sus propios crímenes? Suspicazmente, en su campaña por el NO, Uribe rechazó uno de los elementos centrales del acuerdo de La Habana: la instalación de una Comisión de la Verdad. Por algo será.

Si había un actor indeseable para lograr el éxito del proceso de paz en Colombia y cerrar un conflicto armado de más de medio siglo que ha dejado tras de sí 260.000 muertos, 45.000 desaparecidos y 6,9 millones de desplazados, ése es Álvaro Uribe. Y no solamente por sus conocidas actitudes belicistas que, sin duda, pondrán todas las trabas posibles para impedir que la guerra cese, sino por sus propios intereses políticos. Si las conversaciones de paz tomaron cuatro años, ¿por qué no dilatarlas dos años más y “parearlas” con las próximas elecciones presidenciales colombianas en las que Uribe, de seguro, participará?

Varios analistas criollos se han quedado en la retórica de que el NO implica una posibilidad de perfeccionar el documento de 297 páginas acordado en La Habana, como si se tratase de cambiar una coma y ponerla más allá. No quiero pecar de pesimista pero el panorama no luce precisamente luminoso si un actor radical ingresa al juego planteando de entrada aquellas líneas rojas que justamente no fueron posibles acordar tras cuatro años de diálogos; si del otro lado de la mesa hay un interlocutor (las FARC) que, desde ya, ha afirmado que el acuerdo está cerrado; y en medio de todo un pueblo inmerso en la incertidumbre sobre el futuro y su bienestar, y una base guerrillera sin una hoja de ruta clara de desmovilización y en permanente riesgo de dispersarse con las armas al hombro.

Mientras eso pasa, otros y otras ignorantonas desembucharon tamañas sandeces como aquella de que “el valiente pueblo colombiano” le dijo NO a lo que venía impuesto de La Habana y del socialismo del siglo XXI, sin haberse enterado que en este proceso estuvo activamente involucrada la ONU, la Unión Europea, los Estado Unidos y México. Momento difícil para ellos en que ni siquiera hay lástima ante su idiotez pues toda esa lástima se fue con la ilusoria esperanza de paz para una nación hermana que, creíamos, se lo merecía.


Como están las cosas, el Premio Nobel de la Paz para Santos no pasa de ser premio consuelo para Colombia.

Por Sergio Freire
Previous
Next Post »