El beneplácito de la legitimidad

 


En el calor de las frustraciones post-electorales han surgido varias líneas discursivas y, lo que yo considero malas interpretaciones sobre el pulso político ciudadano y las causas de la evidente derrota del banquero-candidato Guillermo Lasso. Se ha visto a iluminados y “opiniólogos” políticos hablar sobre la supuesta falta de legitimidad con la que arrancaría el presidente electo Lenín Moreno y la zozobra generada alrededor del pasado proceso electoral. Sin embargo estas lecturas ignoran, voluntaria o involuntariamente, motivaciones, percepciones y/o reacciones del electorado que llevaron a que un 52% de este escoja la continuidad de un proyecto político en lugar de una incierta oferta de cambio en la orientación política nacional. Algunos de estos prefieren obnubilarse con la creencia de que una “fuerza totalitaria” le arrebató la victoria a Lasso porque controla todos los poderes, incluyendo el poder de decisión de la ciudadanía. Estos reclamos ya bordean en la irracionalidad y descalifican por endebles a la institucionalidad, las leyes, los procedimientos, en fin, las reglas del juego democrático a las que el mismo Lasso se adhirió al momento de inscribirse como candidato.

En una aberrante actitud antidemocrática, los mismos actores que cuestionan la legitimidad del presidente electo son los que luego hacen la observación de que este se encuentra altamente deslegitimado y cuestionado. Es un tontódromo que no conduce en absoluto al nuevo comienzo al que muchos aspiramos y mucho menos a sanar heridas o buscar la tan ansiada conciliación nacional.

En ese marco, es necesario hacer una desagregación de los motivos por los cuales la organización corporativa CREO y su máximo representante, Guillermo Lasso, no solo que perdieron sino que aniquilaron todo el capital político adquirido durante tres años de campaña. Cuando ya todas las vías jurídicas y políticas se han agotado, el berrinche indecoroso y descomedido de Lasso deja un sabor amargo sobre el carácter del hombre que quiso representarnos. Hoy Lasso y sus seguidores no solo buscan descalificar al legítimo ganador de las elecciones presidenciales sino que intentan dejar sentado un precedente para acciones futuras de desestabilización y/o deslegitimación del orden constituido. Lasso no se ha enterado que su beneplácito no es necesario para que Lenín Moreno goce de plena legitimidad.

Pareciera pernicioso y hasta contradictorio intentar deslegitimar la misma institucionalidad democrática que uno busca representar. Sin embargo en la etapa post-electoral esa es la actitud que hemos visto asumir al excandidato de oposición. Del caos no surge la gobernabilidad pero esta es una lección que la clase política se rehúsa a internalizar. Dentro de una urgente evaluación de objetivos esa misma oposición deberá analizar si continúa con las mismas posiciones reaccionarias que han caracterizado su accionar en los últimos dos años, sin logro visible.

A Lasso le encantaría pensar que se ha convertido en el representante legítimo y oficial de la oposición cuando las elecciones mismas y las reacciones posteriores muestran claramente que ello es ficción. Lasso jamás pudo aglutinar con credibilidad una fuerza opositora unitaria que persiga un proyecto político consolidado. El banquero-candidato sí fue hábil en la cooptación de actores políticos del pasado y de dirigentes sociales para apoyar a su programa de gobierno. Sin embargo este siempre fue un ejercicio corporativista y poco democrático en el que los actores de la “partidocracia” buscaban recuperar relevancia política antes que participar activamente en la construcción de una Agenda Política por el Cambio.

La ambición desmedida del banquero-candidato también tuvo un efecto secundario en su búsqueda de alianzas por interés: el que la oposición demuestre fehacientemente su incapacidad de articulación. Un sistema de partidos golpeado por una década de acefalía y de liderazgos feudales ha impedido la construcción de estructuras partidistas competentes.

Lasso hizo, en la medida de lo posible, lo que pocos se atrevieron o quisieron hacer en diez años: juntar a los que se sumaran. No es casualidad que este esfuerzo haya sido en vano pues concentrar a tantos intereses disímiles es el equivalente a acorralar gatos. Es un ejercicio que bien realizado tomaría años pero que se intentó hacer en el último año de precampaña.

La oposición en toda su desarticulación, hizo una apuesta que fracasó rotundamente. Esta fue la de asumir que el anticorreísmo como lema de campaña sería el motor fundamental de su éxito. En esto, se olvidó que, si bien el electorado reacciona en base a temores y rencores, el ataque excesivamente negativo es siempre contraproducente. El odio visceral que algunos líderes de oposición emanaban desde sus tarimas desanimó a buena parte de la ciudadanía, aun la que hubiese estado dispuesta a votar por un líder de oposición coherente. Lasso se apropió del sentimiento de ira, un sentir que, asumió, era generalizado. Para mala suerte, o pésimo cálculo del banquero-candidato, eso no ha sido así y por ende el condumio de su mensaje quedó en lo revanchista y destructivo cuando pudo haber sido conciliador y constructivo.

Adicionalmente, insistiría en que la estrategia del terror fue contraproducente para la oposición pues desde muy temprano se enfrascó en el discurso de la crisis. Actores de oposición, uno tras otro, salían a intentar convencer a la ciudadanía que el país vivía una de sus peores crisis económicas en la historia. Esa fue claramente una exageración que no pasó desapercibida pues muchos recordaban las crisis del pasado, no sólo económicas sino políticas y sociales. El mal cálculo de la oposición fue inducirle al electorado a comparar crisis y salió perdiendo porque no solo que la ciudadanía recordó lo difíciles que fueron los acontecimientos del pasado sino que también identificó a los actores involucrados en ellas con el candidato de oposición a la cabeza. Un político proveniente de ese pasado funesto de ingobernabilidad y caos no puede simplemente presentarse como el candidato del “cambio”. No cuajó en la psiquis del electorado y fracasó como táctica.

Lo deplorable de la estrategia del terror también fue el contubernio que existió entre grupos de interés, poderes fácticos y la misma prensa privada que aupó cada mensaje negativo con beneplácito y sin cuestionamiento alguno. Con el único afán de deshacerse del correísmo, se produjo una confabulación bochornosa que convirtió a prófugos de la justicia en agoreros del desastre, en voceros de la redención y en ejemplos vivientes de la supuesta corrupción enfrascada en el gobierno. Esto no es decir que no existen casos de corrupción claros y contundentes, y deben ser tratados como tales y perseguirse hasta el último delincuente dentro o fuera del Gobierno. Sin embargo, el intento de manchar al oficialismo entero por casos aislados no cuajó por completo porque provenía de actores que no precisamente podían o debían jactarse de su pulcritud y probidad. Un corrupto no tiene mayor credibilidad cuando acusa a otro. De igual forma, muchas de las acusaciones quedaron en elucubraciones y rumores que tenía el objetivo de causar el mayor daño posible. Adicionalmente, pensaría que ese ataque sistemático no sirvió para ganar adeptos a la causa del anticorreísmo, sino convencer aún más al ya convencido.

A esto se suman los llamados por parte de la clase política y actores de oposición a una estrategia refundacional mediante una Asamblea Constituyente. Nuevamente el mal cálculo de la oposición radicó en asumir que la ciudadanía estaría a favor y cien por ciento convencida de que esa vía era la correcta. La oposición supuso que la ciudadanía entera se olvidó de lo traumáticos que fueron los últimos dos procesos constituyentes y asumió también que estaría dispuesta a someterse a una más. No obstante, la realidad fue que la población en su mayoría, reconoció que un proceso constituyente en esta coyuntura implicaría la parálisis indefinida del Estado y por ende de la economía. La inestabilidad (política, económica o social) ya no es una opción viable para una ciudadanía que, mal o bien, se ha acomodado a ciertos beneficios o lujos que permiten la estabilidad y la paz. La contracción económica no fue catastrófica como ciertos analistas juraron que sería y todo apunta a que existe una recuperación, lenta pero segura. Reinventar el país no es opción para muchos. Para otros, implica sacrificar una Constitución (la del 2008) por capricho de la clase política, la misma que fue aprobada con un 65% de apoyo popular mediante consulta. En definitiva, la defensa de esa Constitución, nuestra Constitución y lo que ha traído consigo es más apremiante que el juego riesgoso de la reinvención del Estado por parte de neoliberales fundamentalistas.

Lasso no perdió únicamente porque su estrategia de campaña fracasó sino porque fue un actor de oposición que la misma oposición nunca quiso. El banquero sufrió de una permanente miopía política que le impidió realizar una lectura correcta del ánimo ciudadano. Es una persona sin los rasgos de liderazgo a los que nos hemos acostumbrado. No es pues caudillo pero tampoco es líder. No despertaba pasiones a favor o en contra. La misma antipatía que emanaba, recibía. Fue un actor con poca trayectoria política en la construcción de una historia de superación, no era redentor y su ambición desmedida se evidenció como codicia pura.

El banquero nunca iba a ser presidente, no por falta de recursos o ambición sino por falta de apoyo popular auténtico. Si miramos detenidamente, un gran porcentaje del electorado que votó por Lasso votó en contra de Rafael Correa. Es decir, de los 4,8 millones de votos que recibió Lasso, solamente alrededor de un millón son de genuino apoyo al candidato. El resto, 3 millones más o menos, no le importaba quién fuera el candidato opositor. Ese segmento hubiese votado por Alvarito si tocaba hacerlo. Ahora ese mismo segmento no tiene representante y guarda mucho rencor, un rencor que eventualmente se manifestará en contra del presidente electo de una forma u otra. Que ese sentimiento se traduzca en efervescencia o convulsión social está por verse. Pero asumir que ese grupo está organizado, articulado y tiene objetivos claros es un error.

Lasso no merece el título de “Líder de Oposición” puesto que ni la misma oposición lo quiere como su representante. Esto se debe también a que no existe una sola oposición homogénea sino una entelequia dispersa, desarticulada y acéfala. Lasso, a su vez, no tiene forma de capitalizar el apoyo recibido en la campaña. Ese apoyo fue coyuntural y no respondía a un verdadero aprecio ciudadano por su líder. Fue un respaldo momentáneo a lo que Lasso representaba: el anticorreísmo.

La oposición en su miopía ignora su responsabilidad en el debilitamiento de la misma sociedad civil que dice también representar. Esta debe ser parte integral de una recomposición política. Esto incluye la búsqueda y formación de nuevos cuadros políticos con formación multidisciplinaria e ideológica y, sobre todo, con los elementos básicos de construcción de política pública. Esto implica decir: no más advenedizos y neófitos que representen intereses sectoriales. Este es el momento de que la oposición debe mostrar madurez, superar su derrota y articularse en una fuerza corresponsable del porvenir del país. La desestabilización y el anticorreísmo sirven como discurso político-mediático hasta cierto punto, pero en algún momento la oposición debe asumir un discurso propositivo y constructivo con la seriedad que merecemos todos los ecuatorianos, no sólo algunos. De la misma forma, la oposición debe sentarse a construir una agenda política viable, dentro del marco de la edificación de una institucionalidad que hoy por hoy es aún incipiente. No deberá basarse en propuestas refundacionales espurias ni promesas de destrucción. Todo es perfectible, cualquier modelo tiene avances y tropiezos. Pero empezar de cero cada vez que llega un nuevo gobernante es simplemente irresponsable.

Ante todo, la oposición debe reconocer que pertenece a la minoría y que la mayoría no requiere de su beneplácito para otorgar legitimidad al ganador del último proceso electoral. En su condición como minoría está asumir la responsabilidad del cogobierno y sí, exigir con madurez, que sus demandas y reivindicaciones sean atendidas. Todo mientras el reconocimiento sea mutuo y de respeto, las posibilidades para la construcción conjunta de un país son infinitas. Antes, no.

Por Mateo Izquierdo

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1 comentarios:

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Juez de Paz
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24 de abril de 2017, 12:58 delete

Excelente artículo, felicitaciones!

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