78 millones de personas, cientos de miles de
familias y 2 200 kilómetros de frontera en creciente tensión. Esos son solo
unos pocos números que giran alrededor de lo que se negociará en la ciudad de
Quito este lunes 21 de septiembre. Sí, la acogedora capital ecuatoriana será la
sede de un encuentro en el que dos presidentes decidirán el inicio de un
proceso de paz para beneficio y bienestar de sus pueblos.
Sin embargo, más allá del escepticismo expresado
entre líneas por algunos periódicos “independientes” y de la enferma intención
de algunos politicastros ecuatorianos de agitar interesadamente la reunión entre
los presidentes de Colombia, Juan Manuel Santos, y de Venezuela, Nicolás Maduro,
parece ser que son muy pocos los ecuatorianos que alcanzan a dimensionar la
trascendencia histórica que reviste este hecho para el continente.
A lo largo de estos últimos años han sido evidentes
las desavenencias que aparecieron entre Colombia y Venezuela. Todavía están
frescos en la memoria los ataques verbales que se propinaron en su momento los
presidentes Hugo Chávez y Álvaro Uribe, y –aunque más moderados– ha sido
notorio el enfriamiento de las relaciones entre los actuales mandatarios
Nicolás Maduro y Juan Manuel Santos. El último evento discordante, el del cierre de la frontera en los estados de Táchira
y Zulia, es solo una página más de la tensa convivencia que han construido Colombia
y Venezuela en este último tiempo y que ha tenido de todo: desde supuestas
incursiones militares de lado y lado, acusaciones mutuas de proteger criminales
en sus respectivos lados de frontera y muchos otros eventos que no vienen al
caso rememorar.
Este es un elemento que da mucho más valor aún al
encuentro en Quito. Sin bien es cierto, no saldrá de acá una solución
definitiva al conflicto que ha alejado a estas dos naciones, sí constituye el
escenario en el que Santos y Maduro bien pueden sembrar con voluntad política los
basamentos de un proceso de convivencia pacífico que sea duradero en el tiempo,
que acabe de una vez por todas con la cíclica tirantez diplomática que ambos
países han tenido con el otro, y que rinda efectos sociales positivos para las
poblaciones de frontera.
La relevancia de la reunión de Quito también es
enorme por un hecho que de ninguna manera enfocarán los medios de prensa
privados, y mucho menos la oposición política ecuatoriana: el reconocimiento
del evidente liderazgo regional e internacional del presidente Rafael Correa.
De hecho, fue la ofensiva diplomática liderada por el presidente ecuatoriano la
que “tomó el pulso” a sus colegas Maduro y Santos invitándolos públicamente a
dialogar, ofreciendo a Quito como sede de esas conversaciones y poniendo a
disposición de ambos países su promesa de trabajar –junto con sus presidentes e
interponiendo su propia condición de presidente pro témpore de la Celac– para
encontrar una solución duradera a los ríspidos temas que alejan a Colombia y a Venezuela.
Siempre será un misterio el por qué sí Correa y por
qué no Rousseff, Bachelet, Humala, Cartes, Morales, Fernández o –incluso– Obama.
Quizá eso obedezca a la hermandad histórica y cultural que comparten Venezuela,
Colombia y Ecuador cuyos pueblos –es más– veneran banderas similares; quizá se
deba a la coyuntura de que Correa representa en este momento a la Celac; quizá aceptaron
por el prestigio político que ha adquirido Correa ante diferentes foros
internacionales que –pese a quien le pese– constituye un aval ante la delicada
misión que tiene por delante. O quizá se trata de una conjunción de todos estos
elementos.
Lo cierto es que Correa será el gran anfitrión de la
cita y este hecho denota que el peso político y de liderazgo del mandatario
ecuatoriano en Latinoamérica trasciende su propia línea de pensamiento. Tanto
es así que Juan Manuel Santos, que es un presidente de derecha, y Nicolás
Maduro, que es un presidente de izquierda, han confiado en Correa para que trabaje
conjuntamente con ellos en este proceso de acercamiento y conciliación entre
Colombia y Venezuela.
Pero además, como todo en la vida, cada gesto y cada
acto dejan señales y dan pistas. En ese sentido, el encuentro de Quito no está
exento de una carga político-regional que está tratando de enviar un mensaje
muy fuerte al mundo entero: la decisión de Colombia y Venezuela de acceder a un
proceso de negociación para llegar a acuerdos duraderos, en el marco de la Celac
y la UNASUR; refrenda en la realidad el compromiso de los países
latinoamericanos en general y sudamericanos en particular de confiar en sus
propias instancias regionales de integración como el ámbito natural en el que
pueden encontrar soluciones a sus conflictos.
Algunos creerán que es soberbio decir aquello, pero
está claro que aquí hay una señal importantísima ante otros bloques
internacionales de que los latinoamericanos hemos madurado y de que sí somos
capaces de resolver nuestras diferencias de manera pacífica y efectiva,
utilizando para ello los instrumentos y foros regionales que nosotros mismos
hemos creado, sin necesidad de apelar a otras instancias supra-continentales que
a estas alturas de la historia ya no pueden ejercer un papel de tutelaje, mucho
menos en América Latina.
Y mientras esto sucede y la agilidad para buscar
soluciones a los conflictos viene de la mano misma de los mandatarios, en el
otro lado de la balanza otros organismos terminan empantanándose cada vez más
y, al parecer, dando sus últimos estertores y ahogándose en su propia
incapacidad e inmovilismo. Con esto me refiero a los fracasados intentos
diplomáticos de solucionar el conflicto colombo-venezolano en el organismo
hemisférico más antiguo del continente como es la Organización de Estados Americanos
(OEA). Demás está decir que ya es sintomático el que esta instancia es incapaz
de ayudar a sus miembros a superar sus desavenencias y se ha convertido en un
“paquidermo” diplomático al que cada vez le cuesta más cumplir su rol de
facilitador en la solución de conflictos.
En medio de todo este contexto, y pese a que lo
único que hacen es ratificar un provincianismo chabacano y ridículo -que no se
los deseamos ni al peor de los enemigos- algunos politiqueros minúsculos del
Ecuador han aprovechado la coyuntura de la reunión de mandatarios para lanzar
agrias y desadaptadas consignas de repudio.
Es cierto, son microscópicos actores de tercera o cuarta categoría sin ninguna proyección discursiva, carentes de lectura política (nacional o internacional), y sin nociones básicas de historia crítica quienes han “expresado su absoluto rechazo” a la presencia de Maduro y Santos en el Ecuador. Sí, son insignificantes pero me gustaría que esta sea la oportunidad para que todos los identifiquemos de una vez por su vileza, mezquindad, miopía, mediocridad y miseria humana. ¿O alguien en su sano juicio puede estar en contra de la paz de dos pueblos que, tras la representación legítima de sus mandatarios, vienen a Quito para buscarla? Ojalá sepan responder esos “torpederos de mala casta”.
Por Tomás Ojeda,
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