La Tierra de Nadie


Por Mateo Izquierdo

A fines de marzo la Secretaría Técnica de Asentamientos Humanos Irregulares inició en la ciudad de Guayaquil una nueva campaña de desalojos en Isla Trinitaria. En total, alrededor de cuarenta familias fueron removidas de sus casas por policías por estar ubicadas en la zona de influencia de la Reserva de Producción Faunística Manglares El Salado. Si los medios fuesen fuente de información veraz, se nos haría creer que fue una intervención violenta y sorpresiva. Hubo un despliegue de la fuerza pública y violencia, varios policías heridos y algunos moradores encarcelados.

Sí, alrededor de cuarenta familias fueron removidas de sus casas por haberlas ubicado sobre un área protegida; y sí, en los operativos de desalojo realizados han participado miembros de la fuerza terrestre, marina y vigilantes de tránsito. Los moradores no han escatimado esfuerzos para impedir que sus casas sean destrozadas por las retro-escavadoras. La desinformación es perniciosa.

Coincidió que la operación tuvo lugar durante días lluviosos por lo que las imágenes televisadas de familias removidas de sus viviendas a la fuerza en medio de la tempestad adquirieron un peso afectivo singular en el inconsciente colectivo. Eso, se supo leer desde el Municipio de Guayaquil que, con una reacción inusitada por su agilidad, instaló de inmediato carpas para ‘albergar’ a los damnificados y, no sé si ‘sin querer queriendo’ o ‘queriendo con querer’, configuró en el sitio una suerte de campo de refugiados al estilo de la ONU.

La clase media “informada” soltó un alarido de espanto por la “pobre gente”, pero un par de días después se olvidó del hecho y a otra cosa. Está claro que la consciencia social consiste en preocupaciones pasajeras, en los mejores casos, y ambivalencia, en los peores. Activistas de juguete reclamaron en redes sociales y otros medios por las violaciones a los derechos humanos y por la falta de programas de reubicación. El activismo y los ataques al gobierno se concentraron en un hashtag. Es fácil promover los derechos humanos desde un Iphone.

En tanto, dentro del juego político, las mutuas acusaciones que se han hecho gobierno y municipio dejan la sensación de que entre todos los culpables del infortunio que ahora padecen los moradores de la cooperativa Mélida Toral, ninguno ha buscado genuinamente poner fin, de raíz, a un problema que tiene ya más de medio siglo sin solución. Las familias desalojadas siguen siendo fichas de un complicado juego populista que ha imposibilitado el desarrollo urbano ordenado.

Las soluciones, tipo parche, están llegando de manera tardía. Existen, al fin, varios proyectos habitacionales populares, tanto públicos como privados, que intentan suplir la necesidad habitacional de Guayaquil. Al parecer, nada es suficiente para frenar las invasiones que siguen creciendo y superan cada vez más la capacidad de control del municipio o del gobierno. En medio de esto, la situación de las familias en los asentamientos irregulares es precaria y, más allá del limitado acceso a servicios básicos, el escenario en que sobreviven es terreno fértil para la violencia intrafamiliar, pandillas juveniles, embarazo adolecente, alcoholismo y drogadicción, y enfermedades como el dengue, leptospirosis, diarrea, malnutrición infantil entre varios otros.

El círculo vicioso en el que se alimentan mutuamente el clientelismo partidista-populista y el negocio ilegal del tráfico de tierras, ha impedido implementar estrategias de ordenamiento territorial, de uso de suelo y planificación urbana coherente y sostenible.

En un principio, las invasiones se instalaron en zonas aledañas a los esteros al sur de Guayaquil. Posteriormente, a partir de los años 60 y 70, las invasiones crecieron cual metástasis en el noreste de la ciudad. Es justamente allí que ya se puede notar una asociación entre traficantes de tierra y partidos políticos locales que van estableciendo una dinámica de administración del espacio y de regulación de la convivencia de la gente, en la que la mafia de los traficantes se convierte en proveedora de servicios y garante de posesión individual de los predios, ante la ausencia –deliberada- de la autoridad que tiene la responsabilidad y competencia para ello. Las mafias instalan guarderías, tiendas, sistemas de cobro de suministro de agua potable por medio de tanqueros, cobro por provisión de seguridad y cobro mensual del derecho a la posesión del predio. Conforme se consolidaba la ausencia de las instituciones oficiales, se incrustaban las mafias perfectamente dispuestas a suplir la deficiencia pública.

Capítulo aparte merece el análisis de cómo centenas de cooperativas en Guayaquil jugaron un importante papel en el ascenso del populismo en el Ecuador. Desde los años 60, los dirigentes, candidatos y oportunistas han utilizado estas zonas periféricas como bastiones de apoyo electoral, basados en relaciones clientelares perversas que han profundizado los problemas de dependencia de los grupos vulnerables a la voluntad de las autoridades de turno. No olvidemos los slogans de campaña “Amigo del Pueblo” de Asaad Bucarám; “Un solo toque” de Abdalá Bucaram; y “Pan, techo y empleo” de León Febres Cordero. Todas ellas se exclamaron en barrios urbano-marginales de Guayaquil, en su momento.

En los años 60, Assad Bucaram, del partido Concentración de Fuerzas Populares (CFP), inicia un proceso de “legalización” de asentamientos irregulares, lo cual abrió las puertas de la represa al “tráfico de tierras”. En los años 70 y 80 aparecen otros actores relevantes que institucionalizan las mismas prácticas del CFP en zonas urbano marginales. Un ejemplo de ello fue Jaime Toral Zalamea, integrante del Partido Social Cristiano (PSC). Conforme crecían las invasiones, iban apareciendo actores oportunistas prestos a aprovechar las condiciones de precariedad para explotar a los moradores. Surgen cooperativas con los nombres de sus ‘líderes’ o de los hijos de sus ‘líderes’ cuando el patriarca ha fallecido –en muchos casos de manera violenta por ajustes de cuentas- y tan solo con saber cómo se llama una cooperativa, ya se conoce a quién se “debe”. Surgen dirigentes como Carlos Castro, Balerio Estacio, Zeneida Castro y Sergio Toral entre otros, que durante décadas han lucrado con alevosía e impunidad de miles de personas. Es curioso, pero las organizaciones de derechos humanos no reclaman por violaciones de esos derechos a los traficantes de tierra sino a las autoridades que lo permiten, sin darse cuenta que los traficantes y los políticos pertenecen a la misma “argolla”.

Detrás de todo, la causa y efecto de la problemática es que Guayaquil vive un déficit habitacional creciente que se profundiza debido a la inequidad derivada de la falta de planificación del territorio. Sin coordinación entre municipio y gobierno, la situación se complica aún más y la posibilidad de implementar una política pública estable en esa materia es lejana.

Las mafias de traficantes de tierra deben ser eliminadas y la oferta de suelo urbano debe ser accesible a la demanda real de los sectores más vulnerables, sin caer en el clientelismo electoral. En ese marco, lamentablemente, es necesaria una estricta política de “cero tolerancia” a las invasiones. Los pobladores no son delincuentes, son víctimas de la permanente explotación de las mafias, del abandono del gobierno central y local, y de la marginación social.

Sin embargo, las carpitas del municipio constituyen un escupitajo en el ojo de cada víctima pues demuestran que desde el cabildo no hay la menor intención de buscar soluciones, sino de emprender postizos gestos “humanitarios” a conveniencia y como recurso para minar la imagen del gobierno. Esa no es política pública, sino comercio político. Si estoy equivocado, que alguien me explique cómo leer entonces la actitud de la vicealcaldesa de Guayaquil de aparecer por aquellos barrios, esos asentamientos regulares, toda ella redentora y consternada ante las cámaras. ¿Alguien le ha dicho que entre sus funciones está la obligación de hacer mucho más?
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