El mito de la polarización: de precandidatos y otros demonios


Nos estamos aproximando de forma vertiginosa e inevitable a una fase electoral que progresivamente nos irá involucrando en discusiones que, en cierta forma, ya han sido parte del día a día ecuatoriano. Son, en esencia, discusiones sobre el porvenir del país y el deseo, muy subjetivo, de regresar a un escenario de estabilidad. En los siguientes meses, y con mayor intensidad, se implantarán en nuestra psiquis colectiva discursos a favor y en contra de la continuidad de un proyecto político que tras 9 años de vigencia ya muestra signos de desgaste.

Como parte medular del debate estará el tema de la supuesta polarización política de la sociedad ecuatoriana y la idea de que vivimos en un país dividido. La trama de esa historia transcurre bajo la premisa de que estamos fragmentados entre los que están a favor y aquellos que están en contra del proceso que actualmente rige los destinos nacionales. Este discurso, en la superficie, intentará convencernos de que existen bandos contrapuestos y que en los dos existen números similares de partidarios. Este es un mito que se ha propagado con cierto éxito a pesar de ser equivocado, pues el discurso de la polarización no es más que el intento de generar percepciones o prejuicios como un punto de partida para la confrontación ideológica y programática venidera.

En una sociedad con retrasos tan profundos como la ecuatoriana, las diferencias ideológicas tienen implicaciones modernizantes o retardatarias. La tensión entre derecha e izquierda surge de dos posturas frente a un momento de transición del país hacia un nivel de renta media: la postura que defiende obstinadamente el statu quo mediante la deslegitimación permanente del modelo actual, frente a la que defiende un proceso modernizante basado en una visión de desarrollo progresista.

Mientras la derecha plantea que los problemas del Ecuador se reducen a la crisis, los impuestos, el gasto social y la expansión del aparato burocrático, la izquierda considera que la problemática está en los obstáculos a la modernización, empezando por la desigualdad, la falta de calidad de la educación, la sostenibilidad de un proceso de construcción de infraestructura a todo nivel, el empleo formal y la evasión tributaria que son, en esencia, problemas de institucionalidad. 

Las encuestas, conforme nos aproximamos a poco más de nueve meses de las elecciones, van evidenciando una realidad incómoda para todos los involucrados pues la división entre partidarios y opositores no es la que todos asumiéramos. En efecto existen votos duros para cada bando pero estos no superan el 30% del electorado para cualquiera de los grupos. De esta forma, el electorado sumado de ambos “bandos” es de 60% lo cual deja a un 40% del electorado sin representación o participación alguna. Ese 40% es un segmento de la población multifacético que, por innumerables razones o circunstancias, llega al proceso electoral claramente indeciso. Con mayor claridad vemos que el 40% del electorado no sabe por quién votará y es un segmento al que ambos bandos deberán atraer y convencer a fin de contarlos como partidarios.

Los medios de comunicación, generadores de opinión pública y usuarios de redes sociales han introducido en el debate político la percepción de que nuestra sociedad está a un paso de la guerra civil. Con afirmaciones groseras, amenazas de revanchismo y una virulencia detestable se plasma en el imaginario público un discurso que no necesariamente es el reflejo de la discusión política actual.

Es importante considerar en esta dinámica el desencanto con los partidos políticos pues nuestra crisis de representación no ha sido superada. Ese 40% del electorado indeciso es el segmento de la población que no solo se encuentra desencantada con ambos extremos del debate político sino que además sufre de apatía respecto de todo lo que implica la política en general. Hay perceptiblemente una sensación de no sentirse representado por corporaciones desprestigiadas como nuestros partidos políticos tradicionales. Así, los ciudadanos se dan cuenta que los discursos hiperbólicos y exagerados son eso exactamente, y están en plena capacidad de distinguir entre una competencia política superficial y una polarización ficticia del debate que en la práctica los afecta y tiene repercusiones reales sobre los problemas cotidianos de la ecuatorianidad. Efectivamente, al observar que la discusión política llega a absurdos absolutistas de blanco o negro, muchos pueden constatar que su posición es en realidad gris. El ciudadano es pragmático y por ende, los discursos políticos también deberán serlo para apelar a ese segmento.

El mito de la polarización no se sostiene con el argumento básico de la divergencia de ideas sino que se basa en una pugna de poder, de liderazgos personalistas y mesiánicos, de lealtades y vendettas entre proyectos personales de nuestros líderes y la camiseta de turno. Esa polarización no está, como pretenden, en una radicalización de discursos y mucho menos en un debate ideológico profundo. La supuesta polarización habita únicamente en el sistema político que viene a ser una burbuja abstraída de la vivencia normal del ciudadano.

En este sentido, la confrontación entre bandos se vuelve perniciosa para la democracia cuando en esa confrontación no existen ideas y propuestas constructivas que ofrezcan a ese ciudadano ambivalente (perteneciente a ese 40% del electorado) una opción electoral contundente como mecanismo de superación personal y mejora de la calidad vida. Lo que vive el Ecuador hoy es una polarización ficticia que se alimenta de desacuerdos sobre decisiones nacionales en un esfuerzo por disfrazar los intereses privados que defienden los contendores políticos.

La polarización que se percibe viene a ser la parte visible de una fractura entre élites políticas que, por la naturaleza precaria de nuestro sistema, pone en juego el modelo de sociedad al que aspiramos como ecuatorianos. Sin embargo, las discusiones en un Ecuador polarizado no afectan la vida diaria de las personas, afecta a los líderes políticos y al círculo inmediato de seguidores. Por este motivo los más involucrados y entusiastas sobre la polarización son los más animados por la continuidad o por un cambio radical que ha encontrado asidero en la opinión pública. Más aún cuando nos aproximamos a la fecha de definición de candidaturas.

Así, mientras la confrontación se base en epítetos y descalificaciones y no en ideas y propuestas, esa confrontación no saldrá de la caja de resonancia en la que vive y en la que se multiplican los bandos opuestos. La supuesta polarización de hoy cae más en la categoría de peleas personales, disputas de poder, y no en competencia entre ideologías o visiones para el futuro del país.

El debate público debe elevarse a las grandes preguntas sobre nuestra convivencia. Como punto de partida está el hecho de que todos los ecuatorianos, al margen del bando, coincidimos en que vivimos en una democracia y aceptamos sus bondades como elementos necesarios para nuestro desarrollo. El debate público y la discusión, la competencia respetuosa, tolerante, pero no por eso menos firme, debe basarse en la profundidad de un proyecto político convincente y atractivo. Sin embargo, entramos nuevamente en discusiones existenciales sobre la continuidad de un orden institucional que parte de la Constitución del 2008 o empezamos a pensar en la refundación de la nación. Las implicaciones de cualquiera de las dos opciones no han sido discutidas o asimiladas por la población pues, más allá de que nuestra memoria histórica es endeble, un cambio de modelo político, económico y social inevitablemente trae consigo secuelas impredecibles con impacto real en la calidad de vida de la población y peor aún de la población más vulnerable.

Ahí el siguiente problema, ya que a medio año, el fraccionamiento que vive nuestro sistema de partidos parece irreparable. Si ha de haber espacios de competencia de ideas es necesario que los partidos políticos y sus líderes actúen a la altura de semejante responsabilidad, aún para cimentar su propia relevancia. Hasta la fecha no se han vislumbrado precandidatos serios que propongan algo fuera de lo que se argumenta dentro de su caja de resonancia. Si bien ya empiezan a aparecer ciertos actores que aspiran a la candidatura por uno u otro partido, la ciudadanía observa impávida cómo las élites se juran la enemistad eterna y la promesa de la venganza. Tan hermético como es nuestro sistema acéfalo, la oportunidad de que aparezca un “outsider” a estas alturas es casi nula por lo que podremos asumir que los candidatos surgirán de los partidos tradicionales; los mismos del desencanto. Así, la población, tanto la que ya ha decidido como la que debe decidir, se verá confrontada con la pregunta: continuidad o continuismo. Y deberá ser esa misma población la que con deliberación y madurez democrática decida, al margen de la bulla de la polarización ficticia, el porvenir del país. 

Por Mateo Izquierdo
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